Por Víctor E. Lapegna
1. Moral Natural y Policía
Una de las bases esenciales de la convivencia nacional es la convicción compartida por la mayoría del pueblo de que robar, matar o delinquir está mal, lo que da cuenta de la vigencia en el alma popular de unos principios de moral natural cuya expresión formal se plasma en las leyes. Mientras existe esta normalidad el rol de las fuerzas policiales y de seguridad es prevenir y sancionar las conductas de aquellos individuos que se desvían de esos principios morales generalizados, incumplen las leyes y roban, matan o delinquen.
Pero debe tomarse nota de que en este triste diciembre de 2013 fueron miles las personas que alteraron el orden público, quebraron la paz social, delinquieron, robaron y destruyeron comercios – muchos de ellos pequeños – y hasta casas particulares en saqueos que, desde Córdoba, se extendieron a casi todo el país.
Intuimos que la masividad de esa conducta anómala es síntoma de una grave enfermedad social cuyas causas, a nuestro parecer, no se limitan al auto-acuartelamiento de efectivos policiales en demanda de mejoras salariales y otras reivindicaciones, que hizo que estuvieran ausentes del espacio público para resguardar el orden, prevenir y eventualmente reprimir los desmanes. O a la extensión que alcanzó entre nosotros el tráfico y consumo de drogas prohibidas y los severos desvíos de las conductas sociales que ello trae aparejado. O a los efectos económicos, sociales y culturales deletéreos que genera la inflación. O a los ejemplos de inmoralidad o amoralidad dados por los reiterados hechos de corrupción en los que incurren muchos dirigentes de la sociedad.
Sabemos que todas esas causas existen, son importantes y combinadas tuvieron fuerte incidencia en los hechos que en este último mes de 2013 ocasionaron la muerte de, al menos, once personas.
Pero percibimos que no son suficientes para precisar la etología de esa enfermedad social que padecemos y es sabido que con un diagnóstico impreciso no es probable que pueda aplicarse una terapéutica adecuada para sanar la enfermedad.
2. Enseñanzas del papa Francisco
En el reciente mensaje del papa Francisco dado para la 47ª Jornada Mundial de la Paz encontramos conceptos que son de alcance universal y se dirigen a toda la humanidad, pero también constituyen pistas útiles para entender mejor lo que nos está pasando hoy a los argentinos y a partir de ahí tratar de mejorar nuestra vida en comunidad. Por eso reproducimos a la letra algunos de esos conceptos.
La fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera. Y es necesario recordar que normalmente la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo con su amor.
En muchas sociedades experimentamos una profunda pobreza relacional debida a la carencia de sólidas relaciones familiares y comunitarias. Asistimos con preocupación al crecimiento de distintos tipos de descontento, de marginación, de soledad y a variadas formas de dependencia patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada redescubriendo y valorando las relaciones fraternas en el seno de las familias y de las comunidades, compartiendo las alegrías y los sufrimientos, las dificultades y los logros que forman parte de la vida de las personas.
Las numerosas situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas por un difuso individualismo, egocentrismo y consumismo materialista, debilitan los lazos sociales, fomentando esa mentalidad del “descarte”, que lleva al desprecio y al abandono de los más débiles, de cuantos son considerados “inútiles”. Así la convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut des (“te doy para que me des”) pragmático y egoísta.
El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática posibilidad de su traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que está en el fondo de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres mueren a manos de hermanos y hermanas que no saben reconocerse como tales, es decir, como seres hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el don.
La fraternidad es fundamento y camino para la paz (y)
el desarrollo integral de los pueblos es el nuevo nombre de la paz. La paz –afirma Juan Pablo II – es un bien indivisible. O es de todos o no es de nadie. Sólo es posible alcanzarla realmente y gozar de ella, como mejor calidad de vida y como desarrollo más humano y sostenible, si se asume en la práctica, por parte de todos, una «determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común». Lo cual implica no dejarse llevar por el «afán de ganancia» o por la «sed de poder». Es necesario estar dispuestos a ‘perderse’ por el otro en lugar de explotarlo, y a ‘servirlo’ en lugar de oprimirlo para el propio provecho. […] El ‘otro’ –persona, pueblo o nación – no puede ser considerado como un instrumento cualquiera para explotar a bajo coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante nuestro, una ayuda.
Si por una parte se da una reducción de la pobreza absoluta, por otra parte no podemos dejar de reconocer un grave aumento de la pobreza relativa, es decir, de las desigualdades entre personas y grupos que conviven en una determinada región o en un determinado contexto histórico-cultural. En este sentido, se necesitan también políticas eficaces que promuevan el principio de la fraternidad, asegurando a las personas –iguales en su dignidad y en sus derechos fundamentales – el acceso a los capitales, a los servicios, a los recursos educativos, sanitarios, tecnológicos, de modo que todos tengan la oportunidad de expresar y realizar su proyecto de vida, y puedan desarrollarse plenamente como personas.
También se necesitan políticas dirigidas a atenuar una excesiva desigualdad de la renta. No podemos olvidar la enseñanza de la Iglesia sobre la llamada hipoteca social, según la cual, aunque es lícito, como dice Santo Tomás de Aquino, e incluso necesario, «que el hombre posea cosas propias», en cuanto al uso, no las tiene «como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás».
Las graves crisis financieras y económicas –que tienen su origen en el progresivo alejamiento del hombre de Dios y del prójimo, en la búsqueda insaciable de bienes materiales, por un lado, y en el empobrecimiento de las relaciones interpersonales y comunitarias, por otro – han llevado a muchos a buscar el bienestar, la felicidad y la seguridad en el consumo y la ganancia más allá de la lógica de una economía sana.
La crisis actual, con graves consecuencias para la vida de las personas, puede ser, sin embargo, una ocasión propicia para recuperar las virtudes de la prudencia, de la templanza, de la justicia y de la fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a superar los momentos difíciles y a redescubrir los vínculos fraternos que nos unen unos a otros, con la profunda confianza de que el hombre tiene necesidad y es capaz de algo más que desarrollar al máximo su interés individual. Sobre todo, estas virtudes son necesarias para construir y mantener una sociedad a medida de la dignidad humana.
El horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo integral de todo hombre y mujer. Las justas ambiciones de una persona, sobre todo si es joven, no se pueden frustrar y ultrajar, no se puede defraudar la esperanza de poder realizarlas. Sin embargo, no podemos confundir la ambición con la prevaricación. Al contrario, debemos competir en la estima mutua (cf. Rm 12,10).
También en las disputas, que constituyen un aspecto ineludible de la vida, es necesario recordar que somos hermanos y, por eso mismo, educar y educarse en no considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que eliminar.
La fraternidad genera paz social, porque crea un equilibrio entre libertad y justicia, entre responsabilidad personal y solidaridad, entre el bien de los individuos y el bien común. Y una comunidad política debe favorecer todo esto con trasparencia y responsabilidad. Los ciudadanos deben sentirse representados por los poderes públicos sin menoscabo de su libertad. En cambio, a menudo, entre ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de parte que deforman su relación, propiciando la creación de un clima perenne de conflicto.
Un auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo individual que impide que las personas puedan vivir en libertad y armonía entre sí. Ese egoísmo se desarrolla socialmente tanto en las múltiples formas de corrupción, hoy tan capilarmente difundidas, como en la formación de las organizaciones criminales, desde los grupos pequeños a aquellos que operan a escala global, que, minando profundamente la legalidad y la justicia, hieren el corazón de la dignidad de la persona. Estas organizaciones ofenden gravemente a Dios, perjudican a los hermanos y dañan a la creación, más todavía cuando tienen connotaciones religiosas.
Pienso en el drama lacerante de la droga, con la que algunos se lucran despreciando las leyes morales y civiles, en la devastación de los recursos naturales y en la contaminación, en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo asume rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la ilegalidad.
La fraternidad tiene necesidad de ser descubierta, amada, experimentada, anunciada y testimoniada. Pero sólo el amor dado por Dios nos permite acoger y vivir plenamente la fraternidad.
El necesario realismo de la política y de la economía no puede reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión trascendente del hombre. Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más pobre y las personas quedan reducidas a objetos de explotación. Sólo si aceptan moverse en el amplio espacio asegurado por esta apertura a Aquel que ama a cada hombre y a cada mujer, la política y la economía conseguirán estructurarse sobre la base de un auténtico espíritu de caridad fraterna y podrán ser instrumento eficaz de desarrollo humano integral y de paz.
3. Reflexiones suscitadas por la palabra papal
Si hacemos un sincero examen de conciencia vamos a constatar que a diario y en las múltiples circunstancias en que nos relacionamos con las otras personas con las que convivimos, abundan signos indicativos de que en muchos casos los argentinos de este tiempo no nos vemos ni tratamos como hermanos y hermanas. Es un hecho que en las calles, en los ámbitos de trabajo y estudio y hasta en nuestras propias casas las agresiones, los maltratos, la indiferencia y el descuido del prójimo son más frecuentes de lo que debieran ser.
Además la vida familiar que es, ciertamente, donde se empieza a aprender la fraternidad, en la Argentina de hoy esta muy resentida.
Está resentida por la ausencia total o parcial de la figura amorosa del padre en muchos hogares, sea por el abandono liso y llano o porque el esfuerzo paterno está del todo volcado a tratar de tener más (en no pocos casos a tratar de tener algo) y no se ocupa de ayudar a que su familia sea más.
También está resentida por el debilitamiento de los valores y virtudes que se forjan en la cultura del trabajo que en no pocas familias dejó de ser practicada por varias generaciones.
La resienten las pésimas condiciones materiales de vida que dañan la experiencia cotidiana de millones de familias que carecen de una casa digna en la que habitar y hasta de tiempo para compartir, ya que la mayor parte del día la deben dedicar a buscarse el sustento, viajar durante horas como ganado y antes de irse a dormir, buscar distraerse de sus angustias viendo la televisión, con lo que el diálogo familiar no existe.
Un compatriota sabio que presidió la Argentina en tres oportunidades porque así lo quiso en cada caso la voluntad libre mayoritaria de sus conciudadanos, solía decir que las comunidades, como el pescado, se pudren desde la cabeza. Y en buena medida eso es lo que nos está sucediendo a los argentinos en este tiempo.
Entre quienes participaron de los saqueos ha de haber quienes estaban dispuestos a “jugarse” en la comisión de un delito, dado que esa es en gran medida su conducta cotidiana. Pero también ha de haber habido muchos que quisieron sacar provecho indebido de la circunstancial ausencia de la policía, que podía darles impunidad. Es el caso de clientes de algunos negocios a los que fueron a la mañana a comprar y a la noche a saquear.
¿Es diferente esta actitud de la de tantos dirigentes de todos los ámbitos de la vida nacional que obtienen beneficios indebidos a través de conductas corruptas amparados en la impunidad que obtienen debido a sus posiciones de poder y al sistema de relaciones cómplices derivadas de ellas?
Si a diario se constata que los que mandan ningunean, maltratan, agreden y desoyen al otro al que consideran enemigo por pensar distinto, no puede sorprender que los que son mandados se desentiendan de los principios de la moral natural y estén dispuestos a robar, destruir y agredir al prójimo para obtener algún beneficio material.
Bien está que se busquen procedimientos de representación sindical para los policías y las fuerzas de seguridad que les permitan negociar sus derechos sin incurrir en los desbordes que se produjeron en diciembre.
Pero aún cuando se reformen del mejor modo esas fuerzas, conviene tener en cuenta que lo que padecimos en este mes de diciembre no puede y no debe ser reducido a que un grupo de delincuentes se aprovecharon de la episódica ausencia policial.
Reiteramos que los saqueos de diciembre fueron el síntoma de una grave y extendida enfermedad social que debe ser sanada yendo a tratar sus causas y no sólo sus síntomas.
Buenos Aires, 14 de diciembre de 2013