El talón de Aquiles de Apple durante la primera etapa de gran expansión de las computadoras personales fue que evitó los clones como si fueran la peste. Tenían razón si querían proteger su renombre. Pero no vieron que las pestes tienen ciertas destrezas únicas: se reproducen rápido y, pasado cierto límite, es imposible contenerlas. Hoy hablamos de campañas virales. Por algo usamos esa palabra.
Ninguna computadora con la arquitectura de Apple saldría a la calle sin pasar por el estricto control de calidad de la compañía, que priorizó el cuidado de su marca. Lo logró, sin duda: es una de las más prestigiosas de la Tierra. Pero las computadoras del tipo IBM inundaron el mercado y dieron origen a la revolución digital que hoy está cambiando la historia de la civilización.
En la guerra que se avecinaba, Apple prefirió -y no me parece mal- mantener sus uniformes limpios y planchados, sus botas lustradas, optó por usar sólo armas de la mejor calidad y marcharon al frente en prolijas formaciones, siempre sonriendo.
Entre tanto, miles de compañías que encontraban en la arquitectura abierta de las PC una oportunidad de negocios, peleaban como podían, en un vale todo industrial que fabricó toneladas de malos productos y llevó años depurar, pero que dejó como herencia un mercado enorme, rico y maduro, una industria de escala eficiente y tantas innovaciones tecnológicas que podrían llenar varias resmas de papel.
Muchos clones de los primeros (los sufrí en carne propia) eran desastrosos; mi primer monitor de PC duró 10 minutos antes de explotar y empezar a echar humo. Pero esos clones maltrechos demostraban algo: las personas preferimos acceder a una tecnología disruptiva (la PC, por entonces), aunque el dispositivo sea de calidad opinable, que no acceder a ella en absoluto porque no podemos pagarla. La clave era el precio, la economía.
Casi 20 años después, tras haber estado a punto de desaparecer sumida en una crisis de identidad, de liderazgo y con productos lindos pero mediocres, Apple renació de la mano de Steve Jobs, un genio con mayúsculas, con dispositivos notables, como el iPod, el iPhone y la iPad. Algunos, demasiado enamorados de la compañía, creen ver en este resurgimiento también una revancha. Se equivocan.
Apple sigue siendo un especialista en exquisiteces, la diferencia es que ahora se beneficia del ecosistema que medró gracias a la PC de IBM. El iPhone no costaría apenas 300 dólares (en Estados Unidos) si el resto de la industria no hubiera pasado tres décadas invirtiendo dinero e inteligencia en bajar los costos e inventar cosas, y si los subestimados clones no hubieran abierto el camino para llevar estas nuevas tecnologías a cientos de millones de clientes. Sin un precio razonable, el iPhone habría fracasado. En la Argentina, donde resulta muy caro, el iPhone sólo representó el 7% de las ventas de smartphones en el primer semestre de este año, según Carrier y Asociados. Y eso que es el único celular del mundo que sale en la tapa de los diarios.
Sí, Apple lo ha vuelto a hacer. Como siempre, sus dispositivos son (o al menos parecen) imperfectibles. La novedad es que ahora es capaz de venderlos a precios mucho más competitivos.
No obstante, a mi juicio, podría estar cometiendo de nuevo el mismo error de veinte años atrás: confiar demasiado en el control. Hay algo intrínsecamente peligroso en el control. Después de estar ejerciéndolo durante un largo tiempo podrías empezar a preguntarte si acaso el control no te controló a vos.
O dicho menos filosóficamente: ¿qué pasaría si una o dos empresas muy poderosas decidieran competir con la iPad sin mirar en gastos? ¿Qué ocurriría si en lugar de soltarle prestaciones al cliente con cuentagotas, como hace Apple, pusiera, como decimos en la Argentina, toda la carne en el asador en un producto de igual o hasta menor precio?
Entra en escena la Galaxy Tab. Su fabricante es el gigante Samsung, que no necesita presentación; sí debo decir que fue una de esas compañías que hace veinte años aprovecharon la movida de la PC para reinventarse, reinvertir y mejorar hasta transformarse en un líder global. El que produce el sistema operativo de la Galaxy Tab es un consorcio que tiene como principal respaldo a Google. Vaya alianza.
Si está pensando en que hay cierto paralelo entre esta situación y la asociación de IBM y Microsoft en los años 80, tiene razón. Pero las cosas son más complicadas ahora. Microsoft era por entonces una pyme e IBM creó la PC más por el ímpetu y la visión de uno de sus ingenieros, Philip Don Estridge, que de motu proprio.
Hoy, en cambio, tanto Samsung como Google (y, para el caso, el resto de la industria) tienen muy claro lo que está pasando, el mercado es mucho más previsible y, como se verá enseguida, saben dónde pegar.
A propósito, sí, también el iPhone era previsible, aunque haya tomado a muchas compañías del sector por sorpresa. Hacía años que se venía hablando de móviles con pantallas sensibles, pero Nokia y Motorola, que dominaban con comodidad el ambiente celular, se durmieron en los laureles. Hizo falta que Apple, una empresa que sabe más que nadie sobre la experiencia del usuario, les mostrara cómo se hacen las cosas. Lo mismo con las iPad. Después de años de tablets insípidas, este equipo es una verdadera maravilla. No mágica, como pretende Jobs, pero sí una maravilla. De hecho, en ciertos aspectos el iPhone y la iPad siguen siendo insuperables. Pero me temo que es cuestión de tiempo. Apple sigue sin reconocer que el exceso de control termina por ser malo para quien controla.
Galaxy Tab con Android 2.2
Esta semana estuve probando, lado a lado, ambas tablets, la iPad, de Apple, y la Galaxy Tab, de Samsung. Es increíble cómo el estilo de cada una prevalece, luego de tantos años. La iPad es perfecta en diseño y experiencia de usuario, y éstos son los puntos más débiles de la Galaxy.
Pero la tablet de Samsung gana en prestaciones. Ofrece prácticamente todo lo que uno esperaría encontrar en una tablet del siglo XXI. La lista es abrumadora. Observe. Es una computadora con pantalla táctil multitoque, pero es asimismo un teléfono 3G capaz de hacer videollamadas (por Wi-Fi y 3G). Para eso tiene no ya una cámara, sino dos (la iPad no tiene ninguna). La que apunta al usuario es de 1,3 megapixeles, como una webcam de PC. Tiene lector de tarjetas de memoria de hasta 32 GB (la iPad no) y su sistema operativo es multitarea (el de la iPad, al menos hasta el mes próximo, no). Por supuesto, tiene GPS (sólo disponible en la iPad más cara), soporta Flash y tiene televisión analógica y digital integrada. No está demás sumar a estas virtudes el Android 2.2, un poderoso sistema operativo abierto, libre, sin las odiosas restricciones del iOS. La Galaxy servirá para hacer cualquier cosa que a uno se le ocurra, sin pedirle permiso a nadie, sin desbloquear nada; el típico espíritu de la PC original.
La Galaxy es más pequeña (7 pulgadas) que la iPad (10 pulgadas) y, al menos en lo que concierne a la principal misión de las tablets por ahora, es por esto más cómoda para llevar, sostener, leer en la cama, ver videos, responder mensajes y así. Para producir texto, tratar imágenes, ver una película más extensa o videojuegos la iPad es más conveniente.
En rigor, creo que la diferencia de tamaño, luego de operar ambas durante varios días, es una divisoria de aguas. La iPad es más una computadora; la Galaxy tiende a ocupar el lugar de un gran smartphone. Paradójicamente, la iPad se beneficiaría mucho de un sistema multitarea para llenar esa gran pantalla con aplicaciones activas. No menos paradójicamente, Skype no está disponible para Android (sí, en cambio, Nimbuzz ).
iPad con iOS 3.2
¿Qué es lo mejor de la iPad? Es mucho más fácil de usar, punto. Esto vale oro. Además, su interfaz responde instantáneamente (algunas veces la de Android duda, cojea) y es ciento por ciento coherente.
La Galaxy tiene demasiados botones. Me pasó a menudo de arrancar menús o volver para atrás a la pantalla principal por rozar los dichosos botoncitos que tiene en el frente, abajo del display, que además se apagan cuando uno más los necesita. Pese a esto, carece de un interruptor para bloquear la rotación, lo que se hace por software.
Opuestamente, la iPad es una obra maestra de la sencillez, economía de controles, comportamiento previsible y fluidez. Usar la iPad es un placer; la Galaxy (o cualquier otra tablet) deberá aprender esta lección, y pronto. Creo que demasiadas empresas subestiman el valor que tiene para la mayoría de nosotros la facilidad de operar un dispositivo.
El aspecto visual de la Galaxy no está mal, pero también aquí la iPad descuella. Apple siempre le puso su sello estético a la computación, como si en Infinite Loop 1, en Cupertino, California, hubiera alguna clase de fuerza que atrae las mentes más brillantes del diseño industrial (no me critiquen, es Jobs el que habla de magia 😉
No esperaba, pues, que hubiera competencia en este punto. Y no la hay. El triunfo de la iPad en este sentido es aplastante. Pese a sus fondos de pantalla animados y sus imperdibles aplicaciones activas, Android todavía tiene que pulir muchos detalles.
Me asombra sobre todo que Samsung no haya tomado nota del axioma fundamental del iPhone: que si ponés una pantalla sensible tenés que eliminar casi todos los demás botones. La Galaxy los posee en pantalla (ir al Inicio , por ejemplo), en los costados (bloquear, subir y bajar el volumen) y añade otros cuatro controles táctiles al pie del display. Este es el gran punto débil del equipo: confunde, a veces irrita. La iPad es amigable e intuitiva desde el primer instante.
Conclusiones
Con un estupendo diseño industrial y su inmejorable interfaz de usuario la iPad triunfa allí donde la Galaxy falla, y ésta gana por mucho en prestaciones. La siguiente iPad cubrirá algunas de las inexplicables ausencias de hardware de la actual, tal como pasó con los sucesores del primer iPhone, pero mientras tanto saldrán otras tablets (Dell, Toshiba, Motorola y BlackBerry pronto entrarán en el ruedo) con abundancia de características. ¿Por qué? Porque la economía de escala lo permite. La Galaxy Tab es una demostración de esto, aunque todavía no sabemos el precio.
No es broma, ambas máquinas hasta parecen complementarias. La tablet perfecta sería aquella que combinara lo mejor de las dos: un marketplace de aplicaciones sin el corralito de Apple pero con el número de títulos que tiene el AppStore, multitarea prioritaria real, un tamaño más apto para el bolsillo, doble cámara, telefonía y videollamada 3G, TV, almacenamiento externo sin accesorios, GPS, acelerómetro y el diseño y la facilidad de uso que siempre han mostrado los productos de Apple.
Por eso es difícil aconsejar cuál elegir; cubren necesidades diferentes. Algunas de estas necesidades, es verdad, se solapan, pero en mi caso no dudaría en llevarme la Galaxy, porque el estilo cerrado, controlador de Apple me resulta muy difícil de tolerar. Mi visión de las computadoras es que son herramientas con las que me gusta experimentar, donde quiero sentirme libre de tunear, programar, configurar, instalar, borrar y, llegado el caso, romper. (Nada se rompe en computación, todo se transforma.)
Mucha gente siente las cosas de otro modo, y el entorno más resguardado de la iPad, pese a que el equipo carece de ciertas prestaciones críticas (webcam, telefonía), seguirá resultando clave a la hora de decidir.
Algunos analistas creen que el estilo cerrado de Apple es de hecho fundamental para tener éxito hoy a escala global, porque las tecnologías digitales se encuentran establecidas, aceptadas, y las personas usan los dispositivos como electrodomésticos.
Puede que tengan razón. A mi juicio, sin embargo, el fuerte de Apple no es su corralito, sino la extraordinaria facilidad para hacer todo con sus equipos. La única verdadera virtud del círculo cerrado de Apple es que sus sistemas están un poco más a salvo de virus y ataques informáticos, lo que no es poco. Pero me pregunto, sinceramente, si, llegado el caso, las personas no prefieren la libertad a la seguridad.
Empezó, pues, la batalla por el formato tablet. La seguiré de cerca. Estos equipos me resultan fascinantes. Sé, además, que la competencia nos traerá dispositivos cada vez más logrados, que estamos sólo en los inicios y que queda un largo camino por recorrer.
Fuente: La Nación