Vida y obra del corazón de San Lorenzo, a horas de la primera final contra Nacional, en Asunción; de la Promoción con Instituto a golpear las puertas del cielo
Nadie quiere patear ese penal. El Nuevo Gasómetro es murmullo, ansiedad, tensión y lágrimas. Todos miran el césped, pocos levantan la cabeza. El frío es un visitante insolente, el corazón tiembla. Hay un hombre, un sólo sujeto que levanta la mano: Néstor Ortigoza , especialista en ese tiro esencial, aunque nada es lo que parece. El triunfo por 2 a 0 en Córdoba es un aliciente, pero la Promoción con Instituto es traicionera: el elenco cordobés va ganando 1 a 0. Hay que asegurar a San Lorenzo en primera. «¡Pateo yo!», grita el Gordo. Si hay dos, tres, cuatro, cinco segundos en los que el público conmovedor crea un ambiente de teatro del dolor es éste: es el silencio que antecede al griterío universal. Arriba, a la derecha. Violento, conmovedor. San Lorenzo grita, como se grita una final de Copa Libertadores : con alma, vida y desde el más allá. Gritan todos, los de acá, los de allá, los que respiran entre cortado; los que ya no están.
«No cobrábamos desde hacía un par de meses, todos los días había un quilombo, estábamos al borde del precipicio», cuenta el hombre de esta historia. Estaban él y Julio Buffarini, los únicos dos sabuesos de aquella tarde de julio de 2012 a hoy que permanecen en el equipo titular. Estaban, también, Kannemann, un pibe y Romagnoli, el emblema, que esperaba en el banco.
Llora Pipi y lloran todos. Entre ellos, también Ortigoza. El Gardel de la sensibilidad. El tango desgarrador con final feliz. Crea, ahí mismo, dos gestos para siempre. Símbolos de la angustia, de las polémicas, de ese dolor en el pecho inexplicable, sin relación directa con una complicación cardíaca. Es algo más profundo: mueve las manos alrededor de su estómago, primero; mueve las manos alrededor de sus zonas íntimas, más tarde.
«Había dicho que tenía unos huevos así de grandes, porque algunos me habían señalado de que no quería jugar. ¡Escuchaba cada cosa! Era un vestuario complicado, es cierto, pero la pasábamos mal en todos lados, la verdad», confiesa el corazón del mediocampo de hoy. De siempre. Pichi Mercier roba el balón y el Gordo lo distribuye a los que más saben, a los más atrevidos.
«Estuve en las malas, la pasé mal y ahora quiero vivir las buenas», advierte, días después de la renovación por tres temporadas y horas antes de la primera final de mañana contra Nacional, la noble formación paraguaya, en Asunción, desde las 21.15, en el histórico Defensores del Chaco. «Nacional va a ser complicadísimo. Nosotros los respetamos, sería una locura pensar lo contrario», suscribe el pensamiento del plantel, previo al primer paso camino a la leyenda. Se ríe Ortigoza hoy, estilo de garra guaraní para raspar y cubierto de impronta autóctona cuando abre los ojos y lanza el zarpazo: la pelota siempre viaja a un compañero vestido con sus mismos colores.
Será el único aplaudido. Es local en Paraguay. De madre de ese origen, actuó con potencia en el antiguo ciclo de Tata Martino. «Después de la Copa América ya no me llamaron más de la selección; a mí me dolió un poco. Además, Cerro Porteño me buscó tiempo atrás, en 2013. Por un tema de papeles no se pudo dar», sentencia el Gordo, glotón de amistades en la tierra de las naranjas más jugosas.
Será el único aplaudido. Es local en Paraguay. De madre de ese origen, actuó con potencia en el antiguo ciclo de Tata Martino.
A los 29 años, aguarda como un correcaminos la señal de partida para rubricar la historia grande. Campeón en Argentinos en 2010, campeón con San Lorenzo con presencia discontinua con Juan Antonio Pizzi como conductor, entiende perfectamente de qué se trata todo este asunto. «Sería entrar en la historia. Pero ahora tenemos los pies sobre la tierra. Queremos ganar la Copa por nuestra gente», cuenta el hombre que no se desvive por un pase millonario a las Europas. El Gordo es un hombre rocoso, de barrio, un sobreviviente de las luchas futboleras en el barro. Cuando ganar una Libertadores era el plato de cada día. Polémico hasta los huesos. Sino, basta recordar estas picantes palabras de ayer nomás: «Estoy a la deriva. Quiero resolver mi situación. Me comporto siempre bien en los vestuarios, nunca tuve problemas, no falté jamás, no llego tarde. Cuando San Lorenzo estuvo en las malas, estuve. Hoy, en las buenas, también. No soy motivo de conflicto». Días de susurros desde Núñez. El Gordo quería una declaración de principios. Y la tuvo: la firma por tres años más es una prueba.
De Argentinos, de breve paso por Nueva Chicago, a la azulgrana sobre su piel. Unos 2.500.000 dólares de Paternal al Bajo Flores, en una de las pocas gratificantes decisiones de Carlos Abdo, el anterior presidente. Paros de empleados, césped sin cortar, fuga de juveniles, cheques sin fondos: no era fácil en esos tiempos ser de San Lorenzo. El Gordo le ponía el pecho a la adversidad: como cuando pasaba el almuerzo de largo. «Jugábamos con los pies enyesados. Fue durísimo. Nos dieron una vida y la aprovechamos. Después de tantas malas, nos salvamos con la última bola. Y después, la cosa se fue acomodando. Pero la pasamos fea», reflexiona, a la distancia.
Voló a Emiratos por una suculenta diferencia económica por una temporada a mediados de 2012. Precisaba un cambio de aire, tiempo después de algunos reproches cuando el martirio no tenía un motivo sustancial: los silbidos no tenían un receptor fijo. Era para cualquiera. Era para los más grandes. Y Ortigoza era el pulmón del dolor. Como lo es hoy, en la belleza. El motor que, cuando arranca, es imparable. «Todavía no se ganó nada. La ilusión es enorme, pero no somos todavía campeones de la Copa. Se está jugando muy bien. Con esta hinchada y estos jugadores, le hago frente a cualquiera», advierte, hoy, ahora, a punto de escribir la última página con letras de molde. La diferencia entre pasar a la historia y convertirse en leyenda..
Fuente: Canchallena