CABEZAS CLARAS

Decía Ortega y Gasset que todas las cosas de que habla la ciencia genuina son abstractas, aunque los maestros ciruela de la decadencia argentina insistan sobre las respuestas concretas a sus víctimas examinadas. De suerte que la claridad de la ciencia no está tanto en la cabeza de quienes la cultivan como en las cosas de que hablan (veracidad ontológica, que le decían los sabios antiguos). Lo esencialmente confuso, intrincado, es la realidad vital, que es siempre única y según Aristóteles no hay ciencia de lo que pasa (sino de lo que queda) es que su saber no constituye episteme.

El que sea capaz de orientarse con precisión en ella, el que vislumbre bajo el caos que presenta toda situación vital la anatomía secreta de instante, en suma: el que no se pierda en la vida, ése es de verdad una cabeza clara. No sé porque me acuerdo de los “analistas políticos” y de las encuestas de opinión, están intelectualmente guillotinados.

La vida de hoy es como un caos donde uno está perdido. Cada uno lo sospecha pero le aterra y procura ocultarlo con un telón fantasmagórico (democracia, paz, libertad y ahora justicia, pero jacobina). Le trae sin cuidado que sus ideas (degradadas como “opiniones”) no sean verídicas ni siquiera verosímiles: las emplea como trincheras, como aspaviento para ahuyentar la realidad y disfrazarse de militante. Pero no puede: sólo se engaña a sì mismo y a la porción más lela del prójimo.

El hombre de cabeza clara, recordaba Ortega, es quien se libera de esas fantasías ideológicas y mira de frente a la vida. Como vivir es sentirse perdido, el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará algo a que aferrarse y esa mirada trágica, perentoria y veraz (no sólo “sincera”), porque trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida y, desde allí, contribuirá a ordenar la ajena si le queda paño. Pero nadie da lo que no tiene: el reseco, amor; el oscuro, verdad o, nuestros dirigentes, soluciones. Al contrario, ellos constituyen el problema. Las ideas de los náufragos son las únicas veraces, lo demás es retórica, postura o farsa.

Esto es lo cierto en casi todos los órdenes, aún en la ciencia. Nuestras ideas científicas valen en la medida en que nos hayamos sentido perdidos ante una cuestión problemática y comprendamos que no podemos apoyarnos en pensamientos recibidos, en recetas, lemas ni jergas ocultistas. El que descubre una verdad científica (siempre provisional y revisable) tuvo que triturar casi todo lo que había aprendido y llega a ella con las manos sangrientas por haber yugulado innumerables lugares comunes. No se preocupen los muchachos del CONICET, las autoridades actuales ni las futuras se van a tomar en serio a Ortega y Gasset, salvo para las citas bibliográficas. Sería de interés cotejar las reflexiones orteguianas con la soberbia intelectual de nuestra dirigencia política y cultural. Esa oscurece las
mentes, es inhábil para presentar cualquier cuestión, no digo para resolverla. Sobredimensiona lo fútil, magnifica lo trivial, acoge lo repulsivo, defiende lo aberrante, oculta lo auténtico y deforma lo salvífico. Pero hay excepciones personales y grupales en acelerada disminución en cantidad e intensidad. Aún así constituyen semillas de excelencia diseminadas, expectantes y perseguidas. Aquí y ahora, como en cualquiera parte y cualquier tiempo, hay cabos donde tomarse y hay náufragos que desean salvarse a sí mismos y a los demás. En esto consiste el espíritu selecto de las minorías potencialmente revolucionarias, que operan como levadura de la historia. Su éxito depende, entre otras variables, de la proporción de cabezas claras que las componen. Muchos fracasos pretéritos por allí tienen su clave.

Cuando se habla de “minorías selectas” la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de la expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. Es indudable que la división más radical que cabe hacer en la humanidad es entre quienes se exigen mucho y acumulan sobre sí dificultades y deberes, y los que no se exigen casi nada sino que, para ellos, vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo perfectivo sobre sí mismos, boyas que van a la deriva. La orientación democrática consiste en navegar siguiendo a las boyas que van a la deriva. ¡¡¡Minga!!!.

(publicado en Fuerza Nacional No.14 de abril de 1999).
Gentileza de envío: Héctor Julio Martinotti