En tiempos donde todo lo que antes se denominaba milagro pasa rápidamente a llamarse mito, en donde una virtuosa profundidad financiera deviene en inestable fragilidad, y en donde crecimiento sostenido se transforma, sin escalas, en burbuja, conviene detenerse un momento para reflexionar sobre qué cosas de las ocurridas últimamente en el mundo estaban sostenidas, en realidad, sobre pilares relativamente firmes y cuáles sobre expectativas difícilmente realizables. Este análisis desapasionado que posibilita tratar casos geográficamente, y tal vez emocionalmente, lejanos podría, por otro lado, asimilarse para pensar sobre qué bases firmes y endebles se asienta actualmente la economía de nuestro país. En esta ocasión, elijo analizar sucintamente dos casos emblemáticos: Irlanda y España.
Irlanda creció en los últimos 30 años a una tasa promedio anual de 5%. Desde 1980, los ingresos medios per capita se multiplicaron por 6, incluso luego de la caída en los años 2008 y 2009. A fines de los años 90, el desempleo ya se ubicaba por debajo del 5% y los niveles de deuda pública se ubicaban por debajo del 30% del PIB antes de la crisis. Su receta hace tiempo que no es ningún secreto: fuerte desarrollo de tecnologías de la información y comunicación, un gran estímulo a la inversión extranjera directa y la eliminación de obstáculos para la creación de nuevas empresas, una elevada inversión para la educación en ciencia y tecnología y para la formación de los recursos humanos, el apoyo a la investigación universitaria aplicada a la producción, y un prolongado «acuerdo social» entre empresarios y trabajadores de apostar por la apertura económica. Y además, los sucesivos gobiernos mantuvieron el rumbo a pesar de lo sufrido inicialmente. Esto devino en un incremento notable de la productividad y de la competitividad del país: el producto por persona empleada se incrementó casi un 130% desde 1980 y casi un 400% desde 1960, y las exportaciones se cuadruplicaron en términos reales en los 90. Del mismo modo, el país escaló de la décima posición en el ranking de competitividad del IMD (IMD World Competitiveness Yearbook www.worldcompetitiveness.com ) en 1997, a la quinta en el año 2000. Según este índice, los drivers esenciales de este impulso fueron la mejora constante de la productividad y las nuevas inversiones, por un lado, y la eficiencia del Estado y el sector privado productivo, por el otro.
Así, Irlanda sigue siendo aun hoy uno de los mayores centros tecnológicos del mundo y logró convertirse en una plataforma de exportación de las principales multinacionales de la industria informática y farmacéutica. A pesar de su minúscula población de cuatro millones y medio de personas, Irlanda exporta un porcentaje sustancialmente alto de todas las computadoras que se venden en Europa y es uno de los mayores exportadores de software del mundo.
Con el estallido de la crisis, el desempleo casi araña el 15%, y la deuda ya supera el 100% como porcentaje del producto. Muy probablemente el crecimiento de la actividad económica sea mediocre en los próximos años. ¿Qué ocurrió para que el milagro irlandés sucumbiera tan dolorosamente en los últimos años y se alzaran voces burlándose del mito irlandés? En esencia, cambió el patrón de crecimiento: pasó de un modelo basado en las exportaciones a otro basado en el consumo de durables y la inversión en inmuebles. Cuando Irlanda ya debía converger, por el año 2000, a los estándares de crecimiento propios de Europa occidental, continuó creciendo a tasas del 6% anual gracias al crédito fácil y el boom inmobiliario. Pero las ganancias experimentadas en términos de crecimiento económico no pudieron ser sostenidas por una competitividad en caída, la cual se reflejaba no sólo en los indicadores del costo laboral unitario sino también en el ranking agregado del IMD: entre 2000 y 2007, Irlanda cayó nueve posiciones en este índice, mientras que, por ejemplo, Alemania lo hacía sólo en tres posiciones. El superávit en cuenta corriente se puso en rojo en los primeros años del nuevo siglo. Y la escasa regulación prudencial en el sistema financiero fogoneó la burbuja inmobiliaria: al tiempo que los préstamos al sector privado crecían de 60% del PIB en 1997 a más de 200% del PIB en 2008, una propiedad promedio usada en Dublín pasó de costar 4 años de salarios industriales promedio en 1997 a más de 16 años en 2008. En estas condiciones, por supuesto, el sistema funcionaba en modo altamente especulativo. Con el estallido de la burbuja, el agujero en los balances de los bancos y depositantes (esencialmente externos a través del mercado mayorista) fue transformado en deuda pública y en deseos de una fuerte austeridad fiscal para volver a conseguir niveles sostenibles. A pesar de las enormes inyecciones de liquidez, el sistema bancario continúa en terapia intensiva. Por otro lado, ser parte del Euro le impide a Irlanda aplicar una devaluación unilateral que compense una pérdida de competitividad con sus socios comerciales de aproximadamente 37% desde 1999 hasta el 2008 por el aumento relativo de precios y costos, si bien algo se está revirtiendo por deflación de salarios y la depreciación del Euro.
En esencia, una mala política macroeconómica cortoplacista hizo añicos las buenas políticas a favor de la productividad y la competitividad que, si bien sus efectos positivos todavía se advierten, deben soportar el lastre de una deuda creciente, una política fiscal contractiva en plena recesión, y el atraso cambiario resultante de los últimos años de euforia sin posibilidad de usar la política cambiaria. Y esto quedó plasmado en la reciente derrota del partido gobernante.
El caso de España es, en parte, similar al irlandés pero claramente sin el sesgo exportador y sin el shock de productividad propios de la economía celta. A pesar de no contar con sectores exportadores fuertes, con niveles de productividad laboral un 30% inferior a los de Irlanda (cuando a principios de los 90 eran similares) y niveles de competitividad estancados, como acredita el ranking del IMD, España por muchos años consiguió mantener la balanza comercial y la cuenta corriente relativamente en orden. El déficit de cuenta corriente nunca superó el 4% del PIB en las décadas del 80 y del 90, si bien fueron solamente tres los años superavitarios. Al igual que el otro país europeo, el panorama cambió desde principios de los años 2000: expansión del crédito poco prudente y burbuja inmobiliaria, si bien no tan abrumadores como en el caso irlandés, conformaron junto con el atraso en la competitividad, un combo explosivo, tan explosivo que terminó en crisis. Podría decirse que el problema es todavía mayor en España: la menor productividad de los ibéricos requiere de una fuerte modificación de precios relativos (léase, devaluación) para evitar una agónica deflación de precios y costos para encontrar el equilibrio externo. En síntesis: España no tuvo una agenda clara de largo plazo a favor de la productividad de los distintos sectores productivos y encima no tiene la posibilidad de mejorar la competitividad por medio de arreglos cambiarios. Con lo cual, no alcanza, como sí alcanzaría en el caso irlandés, con hacer un swap de deuda por equity en el sector bancario para reducir la carga de la primera.
¿Y por casa cómo andamos?
Luego de la salida estrepitosa de la Convertibilidad, Argentina logró encausar la macroeconomía de un modo virtuoso. El crecimiento económico y las medidas tomadas no sólo permitieron reducir los niveles de desempleo y pobreza, sino que dejaron al país con un esquema flexible y con pocos riesgos implícitos: se logró, canje mediante, un bajo nivel de deuda pública (menos del 20% del PIB se netea la deuda intra-sector público) y mucho menos dolarizada, al tiempo que el grueso de los contratos financieros de la economía también fue transformado a moneda local. La intermediación financiera, de tan chata, resulta de escaso riesgo. A su vez, la administración del tipo de cambio permitió, con el mantenimiento de superávit primarios elevados como condición necesaria, sostener una cuenta corriente superavitaria. Pero los grados de libertad en el manejo cambiario y dicho superávit se van a perder (a pesar de términos de intercambio en niveles récord), no por un arreglo institucional de difícil salida que instaura una moneda única con otros países con otros patrones productivos, como en el caso de los europeos, sino por una inflación alta y creciente que no puede encausarse sin un programa de estabilización claro y creíble. El «ancla cambiaria» va a terminar siendo un dolor de cabeza y los problemas de competitividad irán ganando terreno paulatinamente en distintos sectores productivos. Argentina ha logrado crear su propio corcet en la gestión económica, incluso con un tipo de cambio flexible en los papeles, como consecuencia de su renuencia por tratar el tema inflacionario. Un dato importante: Irlanda tuvo, desde 1985 en su fenomenal boom de crecimiento, sólo un año con inflación de poco más de 5%. España ninguno con un nivel así desde 1992.
En paralelo, ¿cuánto hemos avanzado en temas institucionales, incorporación de tecnología, adecuación de procesos en la producción y comercialización, incentivos a la innovación, o mejoras en los sistemas de infraestructura y logística, todo para dar un salto cualitativo de productividad y competitividad no cambiaria? Escribí el libro ‘Competitividad para la prosperidad’ para mostrar que poco. Entre 1997 y 2001, el período anterior a la crisis, su competitividad en términos del ranking del IMD experimentó desmejoras constantes pasando del puesto 28 al 45. En el 2010, Argentina mantiene el puesto 55 del ranking, con severas carencias en las áreas de eficiencia del gobierno y los mercados, y también en infraestructura. En los últimos 30 años, la productividad laboral creció sólo un 24%, frente al 130% irlandés. En estas condiciones, un excesivo estímulo al consumo deja a la saga la modesta evolución de la oferta, y la inflación emerge como equilibrador del descalce. En Irlanda y España, durante el nuevo siglo, los estímulos cortoplacistas generaron inconsistencias en los mercados financieros e inmobiliarios. En Argentina, estos estímulos desmedidos subestiman los costos económicos y sociales que implican la aceleración de precios y los intentos futuros por moderarla.
Sin dudas, sin tener la agenda macroeconómica controlada será más difícil encarar los temas pendientes de largo plazo. La transición hacia esa instancia todavía no está finalizada.
El autor es , presidente del del Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Ciudad de Buenos Aires y director ejecutivo de KPMG