CUANDO NO SE QUIERE OBSERVAR LA REALIDAD.
¿Por qué será que en la Argentina la historia pareciera repetirse más de la cuenta? ¿Por qué aquí nos cuesta tanto aprender de los errores del pasado? Somos una clara demostración de que la educación formal y los recursos naturales no son la principal fuente de desarrollo y civilización, ni mucho menos.
Hace unas horas salí de una clase en la que la profesora, muy instruida en su área, afirmó con contundencia que un problema del primer peronismo había sido llevar la doctrina partidaria al Estado, convirtiéndola en doctrina nacional. “Y eso es autoritario”, concluyó. Seguidamente, un alumno reñido con el gobierno nacional le dijo en tono de chiste “cualquier parecido con la realidad actual es pura coincidencia…”, suponiendo que ella se reiría y le seguiría el juego. Pero no. Se plantó firme. “¿Sabés que para mí no es así?”. Luego dio un breve discurso aseverando que no había autoritarismo en el gobierno nacional, dando a entender que más bien era una especie de víctima de los medios de comunicación concentrados.
Lo que me interesa resaltar de esta breve historia es cómo una mirada instruida, conocedora de la historia, con manejo pleno del concepto de autoritarismo y sin ninguna conexión interesada o inmoral con el gobierno, puede llegar a negar convencidamente su autoritarismo. Y no se trata de un caso extraño, sino de una simple muestra de un mal que aqueja gravemente a nuestra sociedad.
Resulta plenamente aplicable al respecto el adagio de Von Mises, que más o menos decía que toda experiencia histórica puede ser interpretada de diferentes maneras y que los sucesos concretos por si mismos no son suficientes para producir conclusiones específicas. Siempre hay una cuota de interpretación, es decir, de cultura, que más amplia o más estrecha puede estar edificada en un sentido u otro. Es más, una amplia educación formal puede actuar como un aborrecible laberinto para los valores más fundamentales, que se pierden, si no hay raíces democráticas muy fuertes.
Lo que se necesita entonces para aprender de la historia es una cultura democrática. Y por esto me refiero a una mente práctica y prudente, que tienda a desconfiar de la acumulación de poder, a valorar la crítica y la alternancia, y a ser exigente con los gobernantes, recordándoles una y otra vez que el soberano es el pueblo, o sea cada uno de los ciudadanos, y que todo poder es prestado.
Como sea, hay muchas personas en la Argentina que con las mejores intenciones y credenciales formales no son capaces de ver el autoritarismo o de adivinar sus efectos. Pueden incluso haberlo estudiado y comprendido con lujo de detalle en lo que hace a la historia pasada, pero también pasarlo por alto como el más ignorante al tenerlo frente a sus narices. Y son muchas veces personas que ejercen un liderazgo en su ámbito.
El problema, entonces, son los valores democráticos o la cultura democrática. Ésta no se enseña en un colegio o en una universidad, aunque sin duda los docentes pueden hacer mucho para ayudar a crearla. Es una cultura que se inculca desde pequeño, que se incorpora con la práctica de la democracia misma y que se sostiene con una cuota no menor de sacrificio y compromiso. Más bien pareciera ser el resultado de una acción coordinada entre diversos actores a distintos niveles: familia, escuela, iglesia, organizaciones, medios de comunicación, gobierno, sindicatos, asociaciones profesionales y empresariales. Todos somos parte del sistema y debemos hacer nuestro pequeño pero valioso y necesario aporte para promover una mentalidad y unas costumbres democráticas dondequiera que actuemos.
No importa si el actual gobierno argentino usa sistemáticamente el aparato estatal para favorecer a su propio partido, autoasignándose ventajas antidemocráticas. O si lleva su propia propaganda y doctrina a los medios de comunicación públicos. No importa tampoco si adoctrina en las escuelas. Ni siquiera si desarrolla una persecución económica de los medios independientes, reduciendo progresivamente su radio de acción y rentabilidad. O si se sirve del clientelismo y discrimina desde el Estado a todo aquel que disiente o no se subordina.
Todos esos hechos no bastan por si solos para hacer a un gobierno autoritario a los ojos de la opinión pública libre si falta una cultura democrática arraigada. Y ésta no se genera de un día para el otro, lo cual puede desalentar los millones de pequeños emprendimientos cotidianos indispensables para formarla y defenderla. Pero una cultura democrática crece silenciosa y sigilosamente en la intimidad de innumerables mentes y, quién sabe cuándo o disparada por cuál gatillo, puede empezar a asomarse. Así que vale la pena trabajar por ella.
Rafael Eduardo Micheletti/periodicotribuna.com.ar