El mundo ha seguido con atención en las últimas semanas el estado de salud de Nelson Mandela. Mientras eso ocurre, los despachos noticiosos internacionales dan cuenta de las disputas de los familiares del líder africano. Discuten sobre el lugar donde debe sepultarse y sobre el patrimonio que deja. El enfrentamiento ha tenido alcances mediáticos y hasta ha llegado a los estrados judiciales.
Pero ninguna de estas cosas menores y mezquinas opaca la obra de este gigante de la libertad que simboliza el final del racismo en Sudáfrica.
Mandela es la figura más representativa del continente africano. Su lucha arrancó desde muy joven contra el régimen racista y excluyente de la minoría blanca que gobernaba a su país. Para combatirlo, se hizo revolucionario y se enfrentó a este.
Los blancos, dueños absolutos del país en ese entonces, le montaron un proceso judicial y pese a los argumentos claros que Mandela empleó para defenderse y preservar su libertad, fue condenado en un juicio amañado a 30 años de cárcel, de los cuales pagó 26. Una larga y penosa condena que él afrontó con dignidad, sin perder jamás el coraje y la convicción de que su país, de mayoría negra, tenía que abolir el racismo y darle paso a una nación multirracial.
Y así fue. Cuando Mandela salió de prisión, en lugar de esgrimir un discurso de odio y venganza, se consagró con todas sus fuerzas a la causa de la reconciliación nacional, y consiguió su propósito. Derrotó el llamado ‘apartheid’, que no era otra cosa que la imposición brutal de una dictadura de la minoría blanca contra la mayoría negra.
En lugar de polarizar a Sudáfrica, Mandela, ya en la libertad, le apostó a unificar a su país. Fue elegido presidente el 27 de abril de 1994, a la edad de 76 años, y tuvo la capacidad y la habilidad para llevar a su país a la estabilidad, a la recuperación económica y al mejoramiento social de sus compatriotas.
Un verdadero ejemplo de vida este hombre de 95 años a quien merecidamente se le otorgó el Premio Nobel de Paz, en homenaje a su aporte a la concordia y la fraternidad.
Hay que aprender de su legado. A los colombianos, sobre todo, tiene que servirnos de guía para superar los odios del conflicto armado de varias décadas y las profundas heridas que este ha dejado.
Mandela se convirtió en constructor de paz porque supo dejar atrás el pasado, no se quedó mascullando con rabia los 26 años de cárcel. Por el contrario: supo asimilar el inmenso daño que le causaron y eligió perdonar a sus ofensores. De ahí el lugar colosal que ocupa en la historia de la humanidad.
Madiba, como también se le conoce, nos deja, pues, un invaluable legado: el legado del amor, del perdón y de la tolerancia. Y, por supuesto, el de la sabiduría. Líderes como él son los que necesita la humanidad para ser mejor, para dejar atrás los conflictos de todo tipo. Pero el mayor legado de Mandela es, sin duda, la libertad, la certeza plena de que el hombre, independientemente de su color o religión, debe ser respetado, y que sus derechos jamás deben pisotearse ni conculcarse.
El vivió en carne propia toda esa brutalidad, y por eso su lección de vida es tan ejemplar. Porque, a pesar de todos los sufrimientos a consecuencia del encierro, su firme devoción por la libertad jamás fue quebrada ni derrotada. ¡Te admiramos Madiba!
elheraldo.co