En cualquier país del mundo por mucho menos hubiera renunciado el presidente o, en su defecto, habrían rodado las cabezas de varios ministros o funcionarios vinculados con el escándalo.
El ritmo vertiginoso que ha cobrado el proceso político argentino amenaza no ceder de aquí hasta las elecciones de octubre próximo. Uno de todos estos hechos hubiese bastado para conmocionar al país, pero lo cierto es que se dieron juntos, casi sin solución de continuidad, en el curso de la pasada semana: la aprobación en el Senado de la reforma judicial; el proyecto de ley de expropiación de Papel Prensa; el programa de Jorge Lanata demostrando la existencia de una caja fuerte de dimensiones inusuales en la casa de los Kirchner y el trascendido sobre una posible intervención a Clarín. Otros dos —la confirmación oficial de las PASO y la decisión del gobierno de no insistir con las listas de candidatos para integrar el Consejo de la Magistratura— si bien no tienen la misma envergadura que los anteriores, no dejan de tener importancia.
Salvo por la novedad que aportó el periodista mencionado en sus ya célebres investigaciones televisivas de los domingos a la noche, el resto de los hechos relevantes fueron obra del kirchnerismo. Lo que demuestra la Casa Rosada es el propósito de obrar como siempre lo ha hecho: redoblando la apuesta cuando arrecian las dificultades o cuando es necesario sobrellevar derrotas de carácter estratégico.
Basta repasar cuanto hizo el oficialismo —todavía timoneado por el santacruceño— en oportunidad de sufrir aquella sonada derrota frente al campo —a mediados del año 2008— y cómo reaccionó una vez conocidos los resultados de los comicios legislativos del año 2009 para darse cuenta de que nada nuevo hay bajo el sol. El kirchnerismo, aun faltándole la batuta de su progenitor histórico, es igual a sí mismo.
No siempre fue fácil hallar la lógica que arrastraban las políticas públicas gestadas hasta 2010 por Néstor. Mucho más difícil es descubrir la de su viuda. Pero el que así sea no significa que carezca de racionalidad. Cristina Fernández es mucho más ideologizada que su marido y, en general, no sabe retroceder. Embiste a sus enemigos sin piedad y, las más de las veces, lo hace sin medir bien la consecuencia de sus actos. Impulsada por una vehemencia y un descaro asombrosos, no importa tanto, para ella, las consecuencias inmediatas de sus actos como los efectos que espera a mediano plazo.
Además no se molesta en salir al cruce de las acusaciones que ventila el arco opositor o las denuncias del periodismo independiente. Pocas veces alguien ha dejado tantos jirones de su integridad moral en el camino como el señor Lázaro Báez. Todo en torno de él huele a corrupción y los vínculos de su imperio económico con el matrimonio Kirchner resultan, a esta altura, innegables. En cualquier país del mundo por mucho menos hubiera renunciado el presidente o, en su defecto, habrían rodado las cabezas de varios ministros o funcionarios vinculados con el escándalo. Aquí no.
El kirchnerismo es como si oyese llover cuando lo corren con pruebas evidentes de los ilícitos en los que han incurrido, desde Néstor Kirchner para abajo, algunos de sus principales colaboradores. Mira para otro lado, guarda silencio y contraataca cual si nada hubiese pasado. En este contexto cobran sentido los hechos enumerados al principio de la nota.
El gobierno está contra las sogas por dos razones. Carece de respuestas frente a Jorge Lanata, cuya importancia —en términos de llevar el tema de la corrupción a todos los hogares del país— no tiene antecedentes. Su descomunal rating es una prueba palpable de cuánto ha cambiado, de un año a esta parte, el humor social de los argentinos. Hace por lo menos quince años largos que un canal de televisión abierta no se animaba a poner en el aire un programa político. Canal 13, en medio de la pelea de todos conocida con el kirchnerismo, dio la nota y cosechó un éxito verdaderamente espectacular. Casi podría decirse, sin temor a errar, que Lanata es de lejos más mortífero que Clarín.
Al margen de las balas que le han entrado, respecto de su proverbial corrupción, la administración presidida por Cristina Fernández tiene otro flanco abierto y parece no dar pie con bola a la hora de conformar sus boletas electorales en los principales distritos del país. No sólo eso, sino que allí donde encuentra candidatos, éstos no logran asentarse. Si para muestra vale un botón, Francisco De Narváez sigue subiendo en las encuestas a expensas de una deshilachada Alicia Kichner que nadie sabe —a esta altura ni ella misma— si será o no quien encabece la lista del Frente para la Victoria dentro de seis meses en la provincia de Buenos Aires.
Quizá otro gobierno, delante de tamañas contrariedades y amenazas, retrocedería espantado o intentaría negociar. El de la viuda de Kirchner es la excepción a la regla. En lugar de capitular, avanza a tambor batiente. En vez de desensillar hasta que aclare, decide mandar más tropas al frente de batalla. Cuándo todos esperan una tregua, renueva el ataque. Lo que sucede ahora, a diferencia de años anteriores, es que los resultados adversos al oficialismo comienzan a amontonarse sin solución de continuidad.
De las decisiones que tomó la semana pasada, la de Papel Prensa resulta la de mayor trascendencia. Con este dato adicional: si el FPV y sus aliados lograsen sentar a los mismos diputados y senadores con los cuales consiguieron transformar en ley la reforma judicial, le habrán puesto una mordaza legal a la libertad de prensa, hiriéndola de muerte. De sólo pensar lo que significaría que Guillermo Moreno manejase las cuotas del insumo principal de los periódicos, a cualquiera le correría frío. Pues bien, el proyecto que habilitaría al gobierno a hacerse del paquete mayoritario de aquella empresa está a la vuelta de la esquina.
No seria de extrañar que, en consonancia con lo dicho hasta aquí, en las próximas semanas el equilibrio inestable que mantienen el Poder Ejecutivo y el Judicial se astille y termine generando una disputa de proporciones. No serán los jueces de la Corte Suprema quienes inicien las hostilidades, pero es muy posible que, si ese tribunal fallase en contra del núcleo duro de la reforma recién votada —Consejo de la Magistratura + cautelares— Cristina Fernández moviese sus piezas y enderezase sus baterías contra la Corte.
El conflicto de poderes que sobrevuela la Argentina y, por ahora, permanece soterrado, en cualquier momento estallará en forma abierta con una acusación de la Casa Rosada poniendo en guardia a sus seguidores acerca de un plan de los supremos para entorpecer con sus fallos la gobernabilidad.
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