La energía pasa factura

El deterioro energético está pasando una factura cada vez más grande a la Argentina. La inacción del gobierno y la falta de incentivos para la inversión provocaron un faltante cada vez más pronunciado. Los reiterados cortes eléctricos de las últimas semanas así lo dejaron de manifiesto, más allá del boicot que sugirió el gobierno horas antes del 8N. Las consecuencias de esta falta de oferta ante una demanda que sigue creciendo a pasos rápidos es la necesidad de importar cada vez más, como también una verdadera debacle en la acción de YPF, que en poco más de un año y medio perdió más del 75% de su valor: todo un récord, pero en la dirección equivocada.
El último dato divulgado por el Banco Central en el balance cambiario del tercer trimestre deja en claro el tenor del problema. Entre julio y septiembre, las importaciones de energía totalizaron u$s 3.667 millones, una cifra que nunca antes se había registrado. Y en los primeros nueve meses del año, el acumulado se acerca a los u$s 8.500 millones. A este ritmo, es probable que el total de importaciones energéticas llegue a la friolera de u$s 11.000 millones. Incluye petróleo, electricidad y gas.
Es tan pesada la factura energética, que el gobierno decidió usar unos u$s 4.000 millones de las reservas para enfrentar la importación de energía el año próximo. Este sería el principal destino de los fondos que debían aplicarse a cubrir el cupón PBI en 2013. Pero como no se «gatillará» ese pago por el bajo crecimiento de este año, el sobrante se aplicará a inversiones que no fueron detalladas. Sin embargo, el Congreso aprobó sin mayores resistencias.
El declive de YPF no hace más que reflejar los problemas energéticos de la Argentina. Ni hablar de la explotación de pozos que estaban desactivados y que la petrolera que ahora está en manos del Estado decidió explorar. En el mejor de los casos, los resultados se verán en cuatro o cinco años. Pero lo que verdaderamente hace falta es mucha inversión para explorar para descubrir nuevos yacimientos. Algo que YPF no puede hacer por sí misma. Otras petroleras no están dispuestas a invertir en las actuales condiciones, ni por cuenta propia, y mucho menos a través de la compañía estatal.
YPF cayó a niveles insólitamente bajos en el mercado, tanto en Buenos Aires como en Nueva York. La expropiación del 51% ya le había generado un durísimo golpe. La compra de un porcentaje por parte del millonario mexicano Carlos Slim pareció darle un poco de aire. Pero fue un espejismo.
Rápidamente trascendió que en realidad estaba cobrándose una deuda tras haber otorgado un préstamo millonario a la familia Eskenazi, a través del banco Credit Suisse.
El propio presidente, Miguel Galuccio, reconoció al presentar su plan quinquenal que la compañía necesitaba u$s 37.000 millones en inversión para volverse competitiva. Parte debe provenir de la reinversión de ganancias y otra parte debe ser aportado por inversores. Sin embargo, el rápido declive del nivel de utilidades ya pone en duda semejante proyección. Y la inversión difícilmente aparezca. Las grandes petroleras como Petrobras, Exxon, Gazprom o Chevron se sacaron las fotos de rigor con autoridades de YPF y del gobierno nacional. Pero de la manifestación de buenas intenciones a apuestas concretas de capital hay una distancia sideral. Se habló de la incorporación de algún otro socio local como, por ejemplo, Eduardo Eurnekián, dueño de Aeropuertos Argentina 2000. Pero la mala experiencia del grupo Eskenazi descarta cualquier acuerdo duradero de estas características.
La caída en el precio de la acción genera varios problemas. El primero es que la percepción de riesgo asociado con YPF es muy grande. Aunque la empresa no se va a fundir, porque tiene al Estado detrás, cada vez se duda más acerca de la posibilidad de conseguir buenos resultados. La disminución de 51% en las ganancias del tercer trimestre en comparación con el mismo período del año anterior fue una llamada de atención acerca de esta tendencia.
Pero además, ninguna petrolera de tamaño importante estaría dispuesta a invertir en conjunto con una compañía cuyo valor en el mercado es de apenas u$s 3.700 millones. Para ponerlo en perspectiva, Mercado Libre, el sitio de subastas que nació en la Argentina pero que tiene presencia en toda América latina, vale u$s 3.300 millones, apenas 10% menos que la que aún debe ser considerada la principal empresa de la Argentina.
Pero a pesar de todo este descalabro, es muy poco lo que se avanzó en los últimos tiempos para modificar la situación. Sucede que el deterioro se hace cada vez más difícil de disimular y requiere de medidas mucho más drásticas, que el gobierno no está dispuesto a adoptar. Y difícilmente se tomen el año próximo, ante la proximidad de elecciones legislativas que podrían definir nada menos la posibilidad de una reforma constitucional.
La presidenta habló el año pasado de sintonía fina y luego se anunció el fin de los subsidios energéticos para algunos sectores. Pero se avanzó con una franja mínima de la población y luego el plan quedó suspendido. Ahora el viceministro de Economía, Axel Kicillof, avanzó con el armado de un registro centralizado de subsidios. Podría resultar una iniciativa loable para evitar duplicaciones y malas asignaciones de recursos; lástima que la iniciativa quede en realidad pegada con la idea de «economía centralizada» que tanto le gusta al funcionario, que en los últimos tiempos parece haber perdido algo de la consideración de Cristina, ante el declive que muestra la economía.
Mientras tanto, las eléctricas siguen perdiendo fortunas trimestre a trimestre –especialmente en el segmento de distribución–, y lo mismo sucede con las gasíferas. En todos los casos es consecuencia de una década de tarifas congeladas. Si las empresas continúan en manos de prestadores privados, es sólo porque el gobierno no quiere ser acusado de llevar adelante un plan reestatizador de la economía. Pero en la práctica es lo que está sucediendo: prácticamente no quedan empresas de servicios públicos capaces de sostenerse sin los subsidios millonarios y crecientes del Estado nacional.
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