“La locura no está en una persona, sino en un sistema de relaciones del cual forma parte esto que llamamos paciente” D. G. Cooper; 1974.
“El manicomio protege y rehabilita a los enfermos mentales”, “el manicomio protege a la sociedad de los enfermos mentales” F. Basaglia; 1974
“La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados” Groucho Marx
Estos conceptos con los que comenzamos este artículo son bastante viejos pero no han perdido actualidad hasta el presente. Nadie duda acerca de la capacidad que tiene el orden social para organizar el orden mental.
La locura es transgresión, exceso, privación de juicio o del uso de la razón, exaltación del ánimo, acciones desacertadas…
La sociedad interpreta, califica y clasifica las distintas manifestaciones del mundo emocional de las personas, sus actos y actitudes y establece las que son aceptables, desechables, prohibidas, prioritarias.
Siempre se ha intentado construir una realidad única, inobjetable y una manera determinada de nombrarla. Para esta construcción se usa el lenguaje, las palabras, el discurso, el relato que permiten materializar las ideas.
El discurso es el que legitima las diversas situaciones vitales de las personas e instala el predominio de la realidad construida; provee de sentido y de significado a los hechos, los convierte en objetos verdaderos.
Hay necesidad, sobre todo política, de otorgar calidad de verdadero a lo que se pretende instalar en la sociedad como pensamiento hegemónico, imperante, en un espacio y en un tiempo determinado.
El fin perseguido es ejercer el poder y para ello hay que sostener y validar el discurso en forma permanente.
El principio clave del sistema político, muy anterior a las democracias actuales, era que el poder siempre se hallaba por encima de la ley, incluso si se regía por ésta de manera formal. De modo que la libertad solo podía concederse a la sociedad por los representantes del poder.
Construir un nuevo poder en y con democracia tendría que basarse en los esfuerzos de la sociedad civil y el respeto a la supremacía de la ley. Los ciudadanos del país, en absoluto acostumbrados a vivir de otra forma, se debían mostrar capaces de asumir esa responsabilidad y dejar de lado la añoranza de encontrar una mano dura que los protegiera y alimentara.
La relación de los cambios dinámicos de la política y del humor de las sociedades se basa en mecanismos reverberantes, lentos o agudos y se retroalimenta; son los sectores de poder los que legitiman los enunciados y son los enunciados los que les confieren a éstos el poder.
Verdad y poder son los que establecen las reglas de juego sociales; cada sociedad determina sus pautas y fija normas de acuerdo con un orden establecido.
Quien se precie de pertenecer a una sociedad debe observar sus formas impuestas y manifestarse con conductas acordes con dichas formas.
Las instituciones (familia, iglesias, hospitales, escuelas, justicia, fuerzas de seguridad), entre otras cosas, están para transmitir y obligar a un comportamiento previsible y esperable.
Podríamos decir en un lenguaje posmoderno y tecnológico que la sociedad se regula con sus propios algoritmos para producir resultados previsibles.
Quien no logra responder con su conducta al patrón establecido, se lo debe contener, asistir, apartar, excluir, recluir…en pos de su rehabilitación y de su reinserción en la sociedad.
Cuando las palabras, los pensamientos, los enunciados se apartan de lo normalizado se ingresa en el terreno de la exclusión, de la marginación, se es un outsider. Para la sociedad, entonces, ya nada de lo que se expresa es verdadero, las palabras carecen de sentido, las acciones no se adaptan a lo pautado; se abandona la lógica del deber ser y la reacción esperable es la activación de formas de represión establecidas y formuladas por el poder oficial.
Todo aquello que amenace el orden y las reglas establecidas debe ser reducido, aquietado, acallado, confinado al ocultamiento y al silencio.
El no lugar, lo confinado detrás de largos muros, es adjudicado al delito, la protesta individual y social, la locura, las diversas formas de la enfermedad mental, las discapacidades, la vejez pobre, abandonada y desvalida.
Las formas de dominación por el ejercicio del poder actuales suelen ser menos violentas que antaño, pero con niveles de agresión y daño más sutiles pero igualmente efectivos.
Los avances tecnocientíficos más el poder económico y político reducen casi todo a formas de funcionamiento basadas en la eficiencia de la acción y la instalación de modelos autoritarios.
Los locos no sólo debieran ser los enajenados, los dementes, los abstraídos, los desquiciados, los maniáticos sino también los inmorales, los falsarios, los fatuos que no prefieren la sabiduría, el compromiso y la inquietud moral.
El miedo siempre ha sido un arma de dominio. El papel del miedo en la vida social es muy conocido y goza de gran efectividad: quien pueda amedrentar, podrá dominar; esto ocurre en todas las organizaciones.
La lista de miedos es interminable. Tememos el fracaso, la reprimenda, la miseria, la desocupación, la exclusión, la muerte, y aun el mero qué dirán. Los códigos religiosos, morales y legales son manuales de gestión del miedo. De ellos abusan todas las organizaciones autoritarias, desde la escuela tradicional hasta el ejército y las llamadas fuerzas del orden.
Todas ellas se proponen atemorizarnos para domarnos y obligarnos a renunciar a nuestros derechos, no sólo para instarnos a que cumplamos nuestro deber. Los ejemplos más odiosos del manejo del miedo para sojuzgar al pueblo son los regímenes totalitarios. Cuando le preguntaron al mariscal Göering cómo se las había arreglado el Partido Nacional Socialista para transformar al pueblo más culto del mundo en un rebaño de corderos, respondió: «Los convencimos de que el gran pueblo germano estaba amenazado de muerte por los bolcheviques, socialistas, judíos, ingleses y otros enemigos» (Mario Bunge).
Todas las democracias han atravesado por períodos represivos, durante los cuales se invocaron peligros más o menos reales. Ocasionalmente, se montaron campañas de miedo, tales como el «peligro amarillo», el maccarthismo, el llamado Proceso y la guerra contra el terror fabricada por el ex presidente Bush. Todas ellas fabricaron miedo en escala industrial. Los mandalluvias en cuestión, incapaces de resolver los problemas sociales con inteligencia y participación democrática, adoptaron la consigna «gobernar es asustar».
En efecto: cuanto mayor es la coerción, tanto menor la solidaridad, porque el asustado se limita a sobrevivir (Mario Bunge).
Cualquier persona puede desviarse de la normalidad ya sea por lo genial, ya sea por lo punible, y la sola aceptación de este enunciado supone la construcción procesal y relacional de ciertas etiquetas: normal o desviado.
Desviarse de la norma excede, pues, el hecho de cometer un acto criminal. Se puede robar un banco, que significa ir a la cárcel y ser etiquetado como delincuente. Pero también se pueden ver unicornios por la calle, lo que significa ir al manicomio y ser etiquetado como loco. O eructar en la mesa y ser encasillado como maleducado. Resolver problemas matemáticos a muy temprana edad y ser categorizado como niño prodigio. Hacer un gol con la mano en un partido de fútbol y ser rotulado como tramposo o ídolo nacional. Matar a una considerable cantidad de seres humanos en un campo de batalla y ser considerado un héroe y no un asesino serial.
El teorema de Thomas dice: si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias. Si se define a alguien como villero, si se le coloca esa etiqueta, las consecuencias son reales: aspirará a empleos mal pagos, será un eterno portador de cara, no podrá ingresar a ciertos salones de baile.
Los grupos sociales, como dijimos, establecen reglas, que esperan ponerlas en práctica, que definen lo correcto y lo incorrecto, lo permitido y lo prohibido, lo normal y lo desviado, que etiquetan a los actores sociales según el cumplimiento o el incumplimiento de esas reglas.
Hasta no hace mucho, la desviación se estudiaba académicamente como problema social a resolver. Un desviado era un criminal y un criminal era aquello que las instituciones encargadas de determinar qué era un criminal habían etiquetado como tal.
El estudio del mal comportamiento se había vuelto dominante en una especialidad llamada criminología, que estaba muy relacionada con la policía, los tribunales y las prisiones, y tomaba sus problemas como propios. La tradición sociológica fundamental contiene la noción ya vista y debida al sociólogo norteamericano W. I. Thomas de que las situaciones que las personas definen como reales tienen consecuencias reales, que las personas definen situaciones de una manera determinada y que otras personas son afectadas cuando lo hacen. El «etiquetado» fue una reafirmación de esa idea en áreas que habían sido monopolizadas por la criminología.
Las personas que ejercitan el poder usualmente no están en busca de conocimiento; buscan argumentos para mantener sus medidas políticas.
Pascal dijo: “Los hombres son tan necesariamente locos que haría falta otro tipo de locura para que no fueran locos”. Existen en el hombre recursos y posibilidades capaces de hacerle sobrepasar su propia locura; el hombre es el ser más improbable de la Creación.
La historia de la humanidad está llena de combates, derrotas, algunos triunfos que nos han permitido llegar a aceptables niveles de cultura y de organización política gracias a una cierta escala de valores, un sentido de la responsabilidad y una ética que finalmente son los fundamentos de la razón y la libertad.
Pues entonces, una serie de condiciones que impone la sociedad solicitan un tipo de saber, validado socialmente, que permitirá mantener el orden social necesario en cada época.
En nuestras sociedades ha habido un proceso de secularización de las prácticas disciplinarias donde la política y el poder estatal se encargaron de mantener el orden antes controlado por las instituciones religiosas. Junto a este proceso de cambio empezó a preocupar a las instituciones la pobreza y la locura fuentes seguras de producción de conflictos y escándalos.
Es en el plano social e histórico en el que se construyen los saberes; el sentido y la validez de las preguntas son parte de las condiciones históricas en las que estas se formulan.
La verdad y su legitimación están determinadas por una urdimbre de relaciones entre discursos y prácticas que surge de un permanente enfrentamiento entre discursos, de un campo de fuerza que hace posible el ejercicio del poder. El saber y el poder aparecen al mismo tiempo en el momento en que construye un espacio por conocer y se explica.
El ejercicio del poder no es estático ni eterno; al formular una verdad la lucha sigue, las fuerzas en pugna crean nuevas estrategias y nuevas verdades. No existe una verdad única que articule y genere esta lucha. El enfrentamiento es constante (Michel Foucault).
El miserable, el pobre, el loco, el discapacitado, muchos de los viejos, los vagabundos, los holgazanes son un obstáculo al orden establecido y en necesario suprimirlos, ocultarlos, excluirlos, encerrarlos ya que son un peligro para el mantenimiento de ese orden.
Un obstáculo al orden es necesario suprimirlo aunque más no sea por un castigo moral ya que es una obligación trabajar y mantener todos los valores éticos que se le atribuyen.
A partir del siglo XVIII el orden moral debe ser garantizado por el Estado y algunos sectores de la población comienzan a colocarse en lugares estratégicos de dominación, de control, de ejercicio del poder. Las razones de Estado aparecen ligadas a las prácticas de las personas en sociedad. Las razones de Estado, las razones que pretenden explicar los grandes cataclismos económicos de todas las épocas y de ésta siguen salvados actualmente por los Estados en perjuicio de la mayoría de la gente con discursos y argumentos que nadie entiende menos aún los millones de víctimas de este discurso y de la forma de ejercer el poder.
Siempre que se tenga el poder se puede pretender hacer creer a la gente cualquier cosa. La verdad, en el fondo, es una cuestión de poder; el poder es lo único real en el mundo. Siempre que se esgrime una “verdad” se debe indicar la autoridad que la sanciona; la verdad suele ser siempre una decisión de una autoridad o en algunos casos el resultado de una negociación.
Hasta ahora, las interpretaciones de los hechos, la afiliación absolutista a la objetividad, a las certezas, a los paradigmas no han dado como resultado la emancipación del hombre y el ejercicio pleno de la libertad.
Estamos encerrados en el sistema y en el mercado. La instantaneidad es hoy la consigna del mundo
y nos dirigimos hacia la habitación de un planeta de desigualdades reforzadas.
El ascenso de algunos Estados, los llamados países emergentes, alimenta la ilusión de que el mundo va hacia más igualdad. Es cierto que hay países emergentes pero, al igual que en los países desarrollados, dentro de los emergentes se constatan fenómenos de desigualdad creciente.
La distancia entre ricos y pobres es cada vez más importante, y lo mismo ocurre con el acceso al conocimiento y a la ciencia. La globalización no difiere mucho de la colonización.
Vivimos una suerte de colonización anónima o multinacional; la globalización nos ha emparejado.
Cada vez más nos dirigimos hacia un nuevo modelo de oligarquías. En algunos lugares del mundo vemos una concentración muy fuerte de poder, conocimiento y riqueza. Hay entonces una clase oligárquica debajo de la cual encontramos una clase de consumidores, sin ellos el sistema no funciona, y después vienen los excluidos, esas clases que no son necesarias para que la máquina funcione; hay una suerte de totalitarismo liberal muy pesado (Marc Augé, antropólogo francés).
Utopía para el DRAE es “un plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”; un mundo feliz, justo, igualitario, pacífico, solidario.
Tomás Moro dio el nombre de utopía a su sociedad ideal; pese a su reputación y a sus buenas ideas fue encarcelado en la Torre de Londres y decapitado por orden del mismo rey de quien fuera su canciller. Su realidad subjetiva, su utopía, fue superada por la realidad objetiva de su muerte y con ella su silencio merced al ejercicio del poder.
La diferencia fundamental entre la utopía y la quimera es que la primera está en función del tiempo y puede llegar a realizarse, la segunda permanece imposible de realizar aun en un futuro lejano.
También la cultura es un sistema de poderes que se convierte en fuente de posibilidades históricas.
La cultura es la transformación de los recursos naturales en posibilidades de vida, es decir, la cultura es la trasformación de la naturaleza, con la cual nos encontramos como especie hace miles de años, en posibilidades para el desarrollo de nuestras potencialidades humanas.
Por Leonardo Strejilevich
Fuente: El Intransigente