A propios y extraños, el joven viceministro consiguió seducir con su discurso expropiador. Lo que encontraron en YPF y lo que harán.
Con una candidez sorprendente, los medios de comunicación poco afines al Gobierno reconocen y hasta se gratifican de que Axel Kicillof sea “instruido”, “capacitado” en cuestiones económicas. La ola sobre esta versación profesional se extiende al resto del periodismo. En rigor, es la vía alternativa para compensar las críticas a sus decisiones y conducta no parecer excesivamente contrarios al repertorio de este viceministro que hace 72 horas ofreció su larga tesis sobre la expropiación de Repsol YPF en el Senado. Futbolísticamente, Cristina sacó del banco a Kicillof y lo puso en Primera sin que atravesara categorías intermedias, un ascenso público que además catapulta a La Cámpora, agrupación que hasta ahora no había mostrado personajes de su cúpula con el talento suficiente para sostener un discurso de tres horas. El piletazo de Cristina demuestra que está seducida por el método de pensamiento del funcionario más que por su personalidad altanera (aunque este costado no le disgusta). Un politólogo avezado diría: es la atracción que genera el trotskismo sobre la pequeña burguesía.
Aunque Jorge Altamira o el finado Jorge Abelardo Ramos, en ramas distintas de ese movimiento, se deben indignar con esa aproximación. Otros, en cambio, interpretarán que ese fenómeno simbiótico de la mandataria con su designado se vincula al elixir de Juvencia que proporciona vincularse con la juventud, aunque el viceministro ya superó los 40 y parece un aplacado padre de familia. Detalles menores, sin duda, para aludir a un salto cualitativo y cuantitativo –para usar la jerga de antaño– de alguien que ocupará vastos espacios en el futuro.
Lo cierto es que los medios hegemónicos o poderes concentrados, de acuerdo con la versión oficialista, le han reconocido una sólida instrucción a Kicillof, quien se percató de despreciar a otros de su profesión seguramente más instruidos que él. Tanto desprecio oligárquico de su parte involucró –sin meditarlo– hasta a su propio superior, los laureles técnicos del ministro Hernán Lorenzino, ya convertido en una especie de hombre de teflón como alguna vez lo fue un antecesor, el todavía ignoto Carlos Fernández. Se gratifican entonces los medios –a pesar de no estar de acuerdo con Kicillof en gran parte de sus fundamentos– hasta del título de académico que le entregó la facultad en su momento, y sólo les falta el atrevimiento de compararlo con Julio Olivera. Insólito este fenómeno de admiración y odio, como si un secretario de Estado –en la Argentina, aun en el kirchnerismo– no debiera ofrecer un currículum suficiente, una formación adecuada y un condigno respeto profesional. Sin necesidad, claro, de alcanzar la altura del a veces olvidado Olivera.
La misma ingenuidad de los diarios habría que trasladarla al ejército de Kicillof que ha ocupado YPF en forma compulsiva, como si se tratara de un acto bélico, ávido de encontrar desprolijidades, documentos secretos o prebendas. Sobre todo para enlodar opositores. Pero ocurre que YPF respiraba oficialismo, se cargó de recomendados de ese sector, duplicó su personal y vaya a saber sus gastos para conservar –aunque no pudo– la filiación y la dependencia con el Gobierno. Dicen que las primeras pesquisas de los jóvenes turcos han descubierto favoritismos escandalosos, como la cesión a un ex jefe de Gabinete, por ejemplo, de unos $ 100 mil por mes por la improbable tarea de asesoramiento. Quizás el nombre haga fulgor, pero hay otros allegados del mismo origen político –la nueva política, claro– con participaciones más generosas. Lo mismo sucede, parece, con la cuota de publicidad que desplegaba la empresa: el caldo más jugoso, la parte del león, se la repartían los medios afines al Gobierno, como si no les alcanzara la generosidad de la pauta oficial. ¿Delatará estas cuestiones esta tropa kicillofiana?
O, en todo caso, avanzará para rebuscar sobre otros contratos, permisos, licencias y empresas alternativas que se servían de YPF y en las que aparecen involucrados, por ejemplo, devotos del modelo, militantes de organismos públicos y varios sindicalistas de nota. A Hugo Moyano, de obvia declinación, quizás podrían destaparle –dicen– algunos negocios preferenciales con la compañía. Nadie sabe la verdad, pero el gremialismo en general no parecía contento con la expropiación antes de que ocurriera, ni siquiera los del sector energético. Gente que, como se sabe, estaba preocupada por la seguridad jurídica que debe imperar en un país.
Pero este curso de blanqueo contable –que horroriza a los interventores cuando miran los papeles, pero que no induce a ningún tipo de delito, ¿o acaso el Estado, a pesar de Kicillof, le debe decir cómo gastar su plata a un panadero?– supone denunciar, también, los privilegios de que disponían hombres de cercanía física al matrimonio Kirchner, allegados que podrían adoctrinar sobre “mercados regulados” o disponer de un tío que vende las resmas de papel más baratas. U otros notables, de seguidismo indiscutido, que han recibido licencias petroleras simplemente por su buen aspecto o sumisión, casi ninguno con la voluntad de explorar o explotar gas o petróleo. Más bien, como se hizo con las licencias de radio y telefonía en el pasado, para recolocar por plata luego en el mercado. Influencias, no sólo heredadas de los noventa. Si alguno no cree en estas consideraciones, habrá que recordar que hace apenas unas pocas semanas, una de las más importantes petroleras norteamericanas le compró a uno de estos licenciatarios beneficiados un yacimiento por US$ 50 millones. Felices los que creen en el proyecto.
Cuando ingresaron algunos voluntarios para revisar la empresa intervenida, soñaban con un Libro Blanco o un Libro Negro de YPF Repsol. Tienen material, pero han advertido que buena parte de esos elementos encontrados cuestionan sin duda a quienes incluso participan de la expropiación. A esa altura, se supone, no querrá llegar Kicillof. Sobre todo cuando de la política energética no puede imputárseles responsabilidad a Julio De Vido o a Daniel Cameron: ellos, simplemente, como ahora, cumplían órdenes. Por el contrario, más de una vez sugirieron rever las tarifas y así les quedó la cola por esa iniciativa. En la misma línea hay que ubicar a Roberto Baratta, el hombre del Estado en YPF y que, naturalmente, hizo la vista gorda ante algunas defecciones empresarias. Jamás se hubiera permitido esos deslices sin autorización o instrucción previa. La línea de mandos es tan obvia que cualquier mortal sabe –y puede probarlo– que los Eskenazi jamás se imaginaron participar del negocio petrolero.
Por Roberto García/perfil.com