BUENOS AIRES — Matías Almeyda no parece un entrenador vacilante. Sin bien todavía está en etapa de formación y le tocó hacer los palotes después de una catástrofe, da señales alentadoras.
Elige con sensatez, contagia serenidad y, a pesar de las urgencias, apuesta a que un fútbol de jerarquía rescate al equipo de este limbo en que su identidad irreductible y gloriosa no es más que una foto de El Gráfico.
Hasta acá, vamos bien. Sin embargo, cada tanto, las palabras de Almeyda filtran el desconcierto del que no encuentra explicaciones.
Entonces, como sucedió luego del empate ante Almirante Brown, se queja por la altura del pasto para justificar un resultado insuficiente.
Una declaración evasiva a la que acostumbran los que esconden algo. Pero Almeyda no esconde nada; Almeyda, a veces, no sabe qué pasa y dice lo primero que se le ocurre. Y agrega: «Escucho decir que tendríamos que estar 10 puntos arriba de todos, pero no es tan fácil. Es un campeonato muy parejo y hay equipos que están bien.»
Tengo para mí que el DT de River, que conoce mejor que nadie el plantel, que ha trajinado las ásperas canchas de la B en este viaje impensado de movilidad social descendente, también cree que deberían estar diez puntos arriba.
Porque ha visto a sus jugadores superar en la cancha (no en las presunciones) a los que le quieren escupir el asado (Instituto y Central, por ejemplo), ha tomado nota de que tiene el equipo más dotado (y con un banco largo) y que, cuando el coro coincide en la nota prevista, puede bailar a cualquier adversario promedio de la categoría, como sucedió los primeros 20 minutos justamente con Almirante Brown.
Sin embargo, los resultados no reflejan esta atinada observación del panorama. Y en ocasiones, a pesar de dominarlos, River apenas consigue empates con Instituto y Central, deja que un rival ampliamente inferior le haga tablas o pierde partidos incomprensibles, como el de Boca Unidos, que debió ganar por goleada.
De ahí que Almeyda, con una honestidad que acaso preferiría evitar, desnuda su perplejidad. Reconoce que a veces los partidos, de modo inefable, se salen de control. Sabe además que, por mucho que se esmere en la semana, el nudo del problema (la paradoja) no se desactiva con ejercicios tácticos ni conjuros esotéricos (aunque a River no lo acompaña mucho la suerte, todo hay que decirlo). Tampoco con doble ración de abdominales.
Si bien acudir al factor mental suena a coartada facilista, da para pensar que ciertas depresiones colectivas parecen la onda expansiva de aquella infausta campaña que terminó en descenso.
Cuando un error, un gol en contra, un movimiento en falso, implicaban incinerar la historia. Cuando River jugaba de espaldas a sus propias virtudes, como agobiado por un destino irrevocable al que se había entregado.
No hay técnicas de manual para robustecer el ánimo (salvo la receta de algún «coach existencial», categoría de chanta de la que Almeyda está lejos). Pero sí existen pruebas de que River es uno de los dos o tres mejores del torneo (para mi gusto el mejor), información archivada por demás en registro audiovisual, a la que tal vez convendría echar mano.
¿Por qué sólo se ven videos para estudiar cómo el líbero del futuro rival abanica la defensa? ¿Por qué no como procedimiento de autoafirmación?
No se trata de narcisismo, sino de un gesto que tal vez ayude a neutralizar el pasado. Para empezar a entender que son otros tiempos, otros rivales y otro River, ahora sí con enormes posibilidades de convertirse en campeón.
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