Malvinas: Juegos de artificio

Una guerra inútil, perdida desde el vamos, que necesitaban desesperadamente para apaciguar sus convulsionados frentes internos, tanto la entonces premier británica Margaret Thatcher, como la vapuleada tercera junta militar que gobernaba la Argentina. Como entonces, David Cameron exuda problemas, tantos como los que tiene aquí Cristina Kirchner.

Cristina Fernández y David Cameron, en un viejo encuentro

Por JORGE BRINSEK, especial para URGENTE/24

Una guerra inútil, perdida desde el vamos, que necesitaban desesperadamente para apaciguar sus convulsionados frentes internos, tanto la entonces premier británica Margaret Thatcher, como la vapuleada tercera junta militar que gobernaba la Argentina.

A Thatcher se le venía el mundo encima… y a los militares argentinos también.

Apelaron entonces al nacionalismo de sus pueblos para lanzarse a una guerra en donde por la parte criolla, todo, absolutamente todo, salvo el coraje extremo de los que lucharon como pudieron, de los soldaditos que murieron, fue improvisado.

Ahora, como entonces, David Cameron exuda problemas, tantos como los que tiene aquí Cristina Kirchner.

Para bien o para mal, las fuerzas armadas argentinas no existen.

Están totalmente desmanteladas.

Los aviones de combate no vuelan, los buques apenas navegan y ni en sueños de delirio nadie aquí piensa en una vía militar.

Por lo tanto el poderoso destructor de última generación que Londres envió al archipiélago, anunciando su zarpada con bombos y platillos, solo será un gastadero de combustible que pondrá contentos a los isleños y de mala cara a los contribuyentes del otro lado del océano, esos que un 2 de abril de 1982 se enteraron que las Malvinas existían por los mapas que mostraron las primeras planas de los diarios.

La decisión de la Presidenta de publicar en breve el informe Rattenbach – que su marido prefirió no hacer y que de todas maneras se conocía ampliamente en los círculos especializados y en el ámbito castrense – permitirá ratificar el grado de imbecilidad, locura e improvisación que guió a los comandantes del Proceso en esa aventura sin retorno.

Producida la recuperación temporal de Malvinas, Gran Bretaña podría habernos puesto de rodillas en 48 horas moviendo todos su resortes para bloquear nuestra economía, embargar nuestras aeronaves y buques, incautar nuestras importaciones, exportaciones y congelar cuentas bancarias, y, en el tiempo que pudiera desplazarse hacia el Atlántico sur, bloquear la salida de nuestros puertos con uno o dos submarinos atómicos.

Pero la “Dama de Hierro” prefirió el show, que le costó bastante caro por cierto, cuando el coraje de los aviadores argentinos echó a pique media docena de buques. Al volverse la vaca toro, y los mirlos convertirse en halcones, ya no hubo marcha atrás. A todo o nada. Y a si fue, para allí todo. Para acá nada.

El informe Rattenbach demuestra también que hubo escenas de extremo heroísmo como también de vergonzante cobardía, desde luego por parte de combatientes profesionales que se rindieron sin pelear. Hubo recomendaciones de pena de muerte, pero las páginas más inquisidoras y acusatorias del informe, fueron deliberadamente cambiadas en la parte final de la administración militar para preservar a los inculpados y nunca exhumadas en democracia.

Quién supo sacar provecho a toda esta desgracia fue Chile.

Gran Bretaña había castigado severamente a la junta militar de Augusto Pinochet por sus violaciones a los Derechos Humanos, fundamentalmente a través de un sólido embargo de armas que había logrado poner en aprietos a su flota.

La guerra de Malvinas fue una bendición para los militares trasandinos.

Sobre la base de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, de la noche a la mañana, el pasado fue olvidado.

Chile pudo reequiparse para una eventual guerra con la Argentina con todo lo que Londres le puso a su disposición.

A cambio, los británicos se instalaron como en casa en territorio trasandino desde coordinaron toda la logística y la inteligencia que permitió golpearnos demoledoramente con información y hasta un panorama visual de primera mano.

Por eso cuesta creer, cuesta demasiado creer, la condecoración que durante la administración Menem, el hoy flamante embajador en Costa Rica, teniente general (retirado) Martín Balza le entregó a su par de la época, Augusto Pinochet, el hombre que más ayudó a matar a centenares de chicos argentinos.

No fue una medallita cualquiera. Fue la Cruz del Libertador, la más alta distinción que la Nación Argentina entrega a un extranjero por sus servicios a nuestra Patria.

Sólo una personalidad argentina, el ex presidente Raúl Alfonsín -la única voz que se alzó contra la guerra- objetó la distinción. Solo mereció una despectiva mufa del dictador. «No me importa lo que opinan los perdedores», bromeó. Otro insulto que nadie aquí, incluso del propio partido del mandatario, atinó a responder.

Todo tan incomprensible como la guerra, las muertes insensatas, y como los discutibles procedimientos de quienes no saben como arreglar los problemas de adentro y recurren – de uno como de otro lado del Atlántico – a fuegos de artificio para distraer la atención a costa de una tragedia, heroica, pero tragedia al fin.

Fuente: Urgente 24