EL ESTABLO

Jesús nació en un establo.

Un establo, un verdadero establo, no es el alegre pórtico ligero que los pintores cristianos han edificado al Hijo de David, como avergonzados de que su Dios hubiese nacido en la miseria y la suciedad. Y no es tampoco el pesebre de yeso que la fantasía confiteril de los imagineros ha ideado en los tiempos modernos: el pesebre limpio y amable, gracioso, de color, con la pesebrera linda y bien dispuesta, el borriquillo extático y el compungido buey y los ángeles sobre el techo con el festón volandero y los muñequitos de los reyes con sus mantos y los pastores con sus capuchas, de rodillas a los dos lados del zaguán. Este puede ser un sueño de los novicios, un lujo de los párrocos, un juguete de los niños, el «vaticinado albergue» de Alessandro Manzoni; pero no es, en verdad, el Establo donde nació Jesús .

Un Establo, un Establo real, es la casa de los animales; la prisión de los animales que trabajan para el hombre El antiguo, el pobre establo de los países antiguos, de los países pobres, del país de Jesús, no es el pórtico con pilastras y capiteles, ni la científica caballeriza de los ricos de hoy día o la cabaña elegante de las vísperas de Navidad. El Establo no es más que cuatro paredes rústicas, un empedrado sucio, un techo de vigas y lanchas. El verdadero Establo es oscuro, descuidado, mal oliente: no hay limpio en él más que la pesebrera donde el amo prepara el heno y los piensos. Los prados de primavera, frescos en las mañanas serenas, ondeantes al viento, húmedos, olorosos, han sido segados; cortados con el hierro las hierbas verdes, los altos follajes finos y junto con ellos, arrancadas, las bellas flores abiertas: blancas, rojas, amarillas, celestes. Todo se ha marchitado y, seco ya, toma el color pálido y único del heno. Los bueyes han llevado a casa los despojos muertos de mayo y de junio.

Ahora, aquellas hierbas y flores, aquellas hierbas áridas, aquellas flores que siempre huelen, están en la pesebrera para el hambre de los Esclavos del Hombre Los animales las toman despacio, con sus grandes labios negros, y más tarde el prado florido vuelve a la luz, sobre la paja que sirve de lecho, trocado en húmedo estiércol.

Este es el verdadero Establo donde nació Jesús. El lugar más sucio del mundo fue la primera habitación del más puro entre los nacidos de mujer. El Hijo del Hombre, que debía ser devorado por las Bestias que se llaman Hombres, tuvo como primera cuna el pesebre donde
los Brutos rumian las flores milagrosas de la primavera.

Jesús no nació en un Establo por casualidad. ¿No es el mundo un inmenso Establo donde los hombres engullen y estercolizan? ¿No cambian, por infernal alquimia, las cosas más bellas, más puras, más divinas, en excrementos? Luego se tumban sobre los montones de estiércol, y llaman a eso «gozar de la vida».

Sobre la tierra, porqueriza precaria donde todos los hermoseamientos y perfumes no pueden ocultar el estiércol, apareció una noche Jesús, dado a luz por una Virgen sin mancha, armado solamente de su Inocencia.

Los primeros que adoraron a Jesús fueron animales y no hombres.

Entre los hombres buscaba a los sencillos; entre los sencillos, a los niños; más sencillos que los niños, más mansos, le acogieron los animales domésticos. Aunque humildes, aunque siervos de seres más débiles y feroces que ellos, el Asno y el Buey habían visto a las multitudes arrodillarse ante ellos. El pueblo de Jesús, el pueblo de Jehová, el pueblo santo que Jehová había libertado de la servidumbre de Egipto, el pueblo a quien el pastor había dejado solo en el desierto para subir él a hablar con el Eterno, ese pueblo había forzado a Aarón a hacerle un Buey de Oro para adorarlo.

El Asno estaba consagrado en Grecia a Ares, a Dionisio, a Apolo Hiperbóreo. La Burra de Balaam, más sabia que el sabio, había salvado con sus palabras al profeta. Ocos, rey de Persia, colocó un Asno en el templo de Fta e hizo que se le adorara.

Pocos años antes de que naciera Cristo, Octaviano, descendiendo hacía su flota, la víspera de la batalla de Azio, encontró a un asnero con su borriquillo. El animal se llamaba Nicón (el Victorioso), y, después de la batalla, el Emperador hizo levantar un asno de bronce en el templo que recordase la victoria.

Reyes y pueblos se habían inclinado hasta entonces ante los Bueyes y los Asnos. Eran los reyes de la tierra, los pueblos que preferían la Materia. Pero Jesús no nacía para reinar sobre tierra ni para amar la materia. Con él acabará la adoración de la Bestia, la debilidad de Aarón, la superstición de Augusto. Los Brutos de Jerusalén lo matarán, pero en tanto los de Belén lo calientan con su aliento. Cuando Jesús llegue, para la última Pascua, a la ciudad de la Muerte,
cabalgará en un asno. Pero él es profeta más grande que Balaam, ha venido a salvar a todos los hombres y no sólo a los hebreos, y no retrocederá en su camino aunque todos los mulos de Jerusalén rebuznen contra él.

LOS PASTORES
Después de las Bestias, los Guardianes de las bestias. Aunque el Ángel no hubiese anunciado el gran nacimiento, ellos hubieran corrido al establo para ver al hijo de la Extranjera.

Los Pastores viven casi siempre solitarios y distantes. No saben nada del mundo lejano y de las fiestas de la Tierra. Cualquier suceso que acaezca cerca de ellos, por pequeño que sea, los conmueve. Vigilaban a los rebaños en la larga noche de solsticio, cuando los estremeció la luz y las palabras del Ángel.

Y apenas vieron, en la escasa luz del establo, una mujer, joven y bella, que contemplaba en silencio a su hijito, y vieron al Niño con los ojos abiertos en aquel instante, aquellas carnes rosadas y delicadas, aquella boca que no había comido aún, su corazón se enterneció. Un nacimiento, el nacimiento de un hombre, un alma que viene a sufrir con las otras almas, es siempre un milagro tan doloroso que enternece aún a los sencillos que no lo comprenden. Y aquel nacido no era un desconocido para aquellos que habían sido avisados, un niño como todos los demás, sino aquel que desde hacía mil años era esperado por su pueblo doliente.

Los Pastores ofrecieron lo poco que tenían, lo poco que, sin embargo, es mucho, si se da con amor; llevaron los blancos donativos de la pastorería: la leche, el queso, la lana, el cordero. Aun hoy, en nuestras montañas, donde están muriendo los últimos vestigios de la hospitalidad y la hermandad, apenas ha alumbrado una esposa acuden las hermanas, las mujeres, las hijas de los pastores. Y ninguna con las manos vacías: quién con dos pares de huevos, todavía calientes del nido; quién con una jarra de leche fresca, recién ordeñada; quién con un queso, que apenas ha echado corteza; quién con una gallina, para hacer el caldo a la parturienta. Un nuevo ser ha aparecido en el mundo y ha comenzado su llanto: los vecinos, como para consolarle, llevan a la madre sus presentes.
Los Pastores antiguos eran pobres y no despreciaban a los pobres; eran sencillos como niños y gozaban contemplando a los niños. Eran nacidos de un pueblo engendrado por el Pastor de Ur y salvado por el Pastor de Madián. Pastores habían sido sus primeros Reyes: Saúl y David — pastores de rebaños antes que pastores de tribu. Pero los Pastores de Belén, «ignorados del mundo duro», no eran soberbios. Un pobre había nacido entre ellos, y le miraban con amor, y con amor le ofrecían aquellas pobres riquezas. Sabían que aquel Niño nacido de Pobres en la Pobreza, nacido Sencillo en la Sencillez, nacido de Aldeanos en medio del Pueblo, había de ser el rescatador de los Humildes, de aquellos hombres de «buena voluntad» sobre los cuales el Ángel había invocado la paz.

También el Rey Desconocido, el vagamundo Odiseo, de nadie fue acogido con tanta alegría como del pastor Eumeo en su Establo. Pero Ulises iba hacia Itaca para tomar venganza, volvía a su casa para matar a sus enemigos. Jesús, por el contrarío, venía a condenar la venganza, a enseñar el Perdón de los enemigos. Y el amor de los Pastores de Belén ha hecho olvidar la hospitalaria piedad del porquerizo de Itaca.

Fuente:HISTORIA DE CRISTO de GIOVANNI PAPINI
(Fragmento)
Gentileza de envío: Genaro Soto