El oficialismo ha filtrado la idea de que buscará una reforma constitucional que establezca un sistema parlamentario.
El juez de la Corte Suprema Raúl Zaffaroni hace tiempo que postula la necesidad de adoptar ese sistema político.
Desde el punto de vista teórico, es opinable si resulta mejor el presidencialismo, el parlamentarismo o el semipresidencialismo de cuño francés. El debate no puede darse en abstracto, sino atendiendo a las particulares circunstancias e historias de cada país.
Así abundan las opiniones que se pronuncian a favor de cada uno de estos sistemas. Quienes abogan por el parlamentarismo lo hacen porque ese modelo limita la propensión al personalismo que exhiben los presidentes en América Latina y porque frente a situaciones de crisis evita el desgaste de los titulares del poder Ejecutivo y la retirada traumática del poder por parte de ellos.
Dentro de este esquema político hay que distinguir entre el parlamentarismo con representación proporcional, en el cual el reparto de las bancas se efectúa en proporción a los votos que obtiene cada partido. Por ende en ellos impera el bipartidismo (es el caso de, por ejemplo, Gran Bretaña) y los que que surgen de una representación plural, en los cuales el partido con más votos obtiene la mayoría de las bancas. Hay allí una fuerte tendencia al multipartidismo (Italia e Israel, entre otros son países que adoptaron esa modalidad).
En cualquier caso, suponer que el kirchnerismo es proclive al gobierno parlamentario sólo puede despertar una sonrisa en quienes tienen alguna idea de las características básicas de ese sistema y del modo de gobernar del kirchnerismo, que siempre ignoró al Congreso y despreció la labor legislativa.
En el parlamentarismo el Poder Ejecutivo nace del Parlamemto y está subordinado a éste, que lo puede remover en cualquier momento a través de un voto de censura.
En los países en que no existe un fuerte bipartidismo – al estilo inglés – como es nuestro caso, con un sistema parlamentario necesariamente el gobierno debe formarse mediante alianzas parlamentarias. Los gabinetes así constituidos están conformados por más de un partido y los ministros no son meros secretarios del primer ministro, sino pares, que discuten las políticas gubernamentales en lugar de limitarse a ejecutar lo que decide el presidente.
Tal modo de gobernar es absolutamente incompatible con el férreo verticalismo personalista que -tradicional en el peronismo- el kirchnerismo llevó a extremos impensables desde la recuperación democrática en 1983.
Para el populismo cesarista -o bonapartista, por referencia a Napoleón III y no a Napoleón Bonaparte, como en una de sus cotidianas gaffes orales dijo la señora de Kirchner hace unos días- el presidente encarna a la nación. Una vez elegido, tiene derecho a mandar sin ningún límite, porque es como si mandara el pueblo.
Quienes proponen en la Argentina desde hace muchos años el parlamentarismo o el semiprensidencialismo, quieren precisamente modificar ese modo de gobernar que en los últimos años representaron Néstor y Cristina Kirchner. Por eso es absurdo imaginar que el oficialismo pueda sinceramente postular aquello que está concebido para combatir o morigerar su propio ser.
¿Qué se busca, entonces, con esta supuesta reforma constitucional? Muy sencillo: la posibilidad de la reelección para Cristina Kirchner en 2015.
El kirchnerismo ha resultado muy hábil – y muchos sectores de la oposición, muy torpes al encandilarse con espejitos de colores – en revestir de propósitos nobles su insaciable vocación de aumentar su poder y derribar todos los límites republicanos.
En este caso, intentará lo mismo. Varios partidos, entre ellos el socialismo y la UCR, pregonan desde hace tiempo la necesidad de ir hacia formas parlamentarias o semipresidencialistas.
En el caso de la UCR, durante la gestión de Raúl Alfonsín, un órgano asesor, el Consejo para la Consolidación de la Democracia, que coordinaba el prestigioso jurista Carlos Nino, elaboró un proyecto de constitución de cuño semipresidencialista. La UCR intentó llegar a algo similar en la reforma de 1994, pero de la puja con el menemismo – entonces mayoritario – surgió un texto híbrido, que no satisface esas finalidades, aunque en algunos aspectos se logró plasmar la atenuación del presidencialismo que mencionaba como objetivo la ley declarativa de la necesidad de la reforma.
Pero ahora no hay que tragarse el anzuelo. Es necesario oponerse a cualquier reforma que propicie el oficialismo y hacer oídos sordos a los cantos de sirena que empezará a hacer sonar.
Salvo que el 23 de octubre la catástrofe sea mucho peor que lo imaginado, el kirchnerismo no contará con los votos en el Congreso para impulsar la reforma, salvo que se le sumen algunos otros bloques.
De acuerdo al art. 30 de la Constitución Nacional, se requieren dos tercios de los votos de cada Cámara para declarar la necesidad de la reforma, que luego realiza una convención constituyente.
Si el kirchnerismo logra sortear esa primera parte, después dominará la Convención, en la cual no se exige esa mayoría calificada, y modificará la Constitución a su antojo.
De ahí que en este tema no se puede ser ambiguo, como lo es Hermes Binner. No se trata de un debate teórico. Hay que decir – y luego cumplir – que mientras gobierne el kirchnerismo los partidos de la oposición no se prestarán a ninguna reforma constitucional, ni siquiera una que aparezca en el origen como coincidente con los principios que en esta materia sostienen esos partidos.
Binner ya les dio la ley de medios, la de las absurdas primarias -que no resultaron tales- y la confiscación de los fondos previsionales. ¿Les dará también la llave para concretar el sueño de una Cristina eterna, como la quiere Diana Conti?
Los votantes deben estar muy atentos.
(*) El autor es abogado y periodista
Viernes 14 de octubre de 2011
Dr. Jorge R. Enríquez
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