Uruguay y Argentina, tan parecidos y tan distintos

No es ninguna novedad que Uruguay y Argentina sólo en apariencia son dos países semejantes, mientras que en muchas cuestiones esenciales difieren y mucho. Análisis del sociólogo e historiador, Marcos Novaro.
Las historias respectivas de violencia revolucionaria, violación de los derechos humanos por parte de sus respectivas dictaduras, e investigación judicial de dichas violaciones son un buen ejemplo de ello, que viene a cuenta en estos días porque lo que está sucediendo en este último terreno ilustra muy bien el desigual ánimo con que los gobiernos de uno y otro lado del charco, igualmente progresistas e inspirados en los “ideales de los setenta”, encaran la cuestión y más en general la relación entre voluntad política y ley.
Ante todo recordemos que más allá de genéricas similitudes, lo sucedido aquí en aquellos años difirió fuertemente de lo vivido por los orientales: no sólo los tupamaros se cuidaron de cometer asesinatos, algo que en cambio se convirtió tempranamente en un indicador privilegiado del poder revolucionario para los montoneros, y más tardíamente también para el PRT, sino que los militares uruguayos fueron mucho más “moderados” que sus pares argentinos. Es ampliamente conocida la preferencia de los acusados de “subversión” por ser detenidos y permanecer en poder de los uniformados del país vecino, porque sabían que así tenían considerables posibilidades de supervivencia, mientras que si eran secuestrados por los grupos de tareas del Proceso, o aquéllos los entregaban a éstos, el destino casi seguro era la tortura sin límite y la muerte.

Durante años los organismos de derechos humanos uruguayos se consideraron menos afortunados que su pares argentinos porque no tuvieron un Alfonsín que impulsara la rápida investigación judicial de los crímenes cometidos. Y porque la mayoría de la ciudadanía había preferido sistemáticamente allí que esa investigación quedara velada por la amnistía. Una amnistía que también benefició a muchos presos y exiliados de izquierda, lo que explica que, al menos en la transición, el Frente Amplio participara en alguna medida de ese acuerdo. Claro, la diferencia era que en el caso argentino los militares no tenían nada que ofrecer en un pacto de ese tipo, porque los presos eran muy pocos, y ni siquiera había cuerpos que devolver a los familiares y ex compañeros de las víctimas.

Ahora que en Argentina se habilitó una completa revisión judicial de lo sucedido, y que el Frente Amplio conquistó la mayoría parlamentaria, la discusión se ha reabierto. Pero lo hizo, una vez más, en abierta disonancia con el clima de ideas y los criterios procedimentales y valorativos reinantes en nuestro país. Diferencias que han salido plenamente a la luz a raíz de las objeciones que planteó el propio presidente uruguayo, José Mujica, procedente como se sabe de la agrupación Tupamaros, así como otros referentes de la izquierda uruguaya y no pocos constitucionalistas, a un proyecto de ley que replica el que entre nosotros se aprobó a poco de llegar el kirchnerismo al poder.

Estas objeciones son principalmente de dos tipos. De un lado, se objeta que una ley del Congreso pueda derogar con alcance retroactivo otras leyes previas, anulando los derechos adquiridos gracias a ellas por los involucrados en los crímenes represivos. Del otro, se objeta que la circunstancial mayoría parlamentaria frenteamplista pueda dictaminar en este terreno contra dos plebiscitos que merecieron amplia participación de la ciudadanía, y aun contra las preferencias que actualmente revelan las encuestas.

Las diferencias con Argentina vuelven a ser significativas. En primer lugar aquí, desde la transición y más contundentemente tras el juicio a las Juntas, nunca dejó de haber una amplia mayoría favorable a las investigaciones, aun cuando esa preferencia perdiera intensidad, por ejemplo, durante las crisis económicas u otras emergencias. Pero tal vez sea aun más relevante que eso la desigual legitimidad que en uno y otro caso han tenido los “derechos adquiridos”, y la muy distinta actitud que frente a ellas asumió la dirigencia política.

Recordemos que la discusión que tuvo lugar en Argentina sobre las vías para derogar y anular los efectos de las llamadas “leyes de olvido” dio cabida a lo que bien podemos llamar la primera de una serie de “reformas retroactivas” que el kirchnerismo y más en general el progresismo argentino encararon en los últimos años. Cuando se encaró la derogación de las leyes de obediencia debida y punto final, con la mayoría de los constitucionalistas y jueces sostuvo que la vía adecuada era la declaración de inconstitucionalidad por parte de la Corte Suprema. Sin embargo, el Ejecutivo, y por su influjo el Parlamento, se apresuraron a tomar la iniciativa y se dictó una ley de nulidad de efectos retroactivos. Este fue, recordemos también, un primer motivo de tensión entre Néstor Kirchner y la nueva Corte que él mismo había promovido al asumir. Aunque dado el amplio consenso social y político existente respecto a la inconstitucionalidad de las leyes dictadas en tiempos de Alfonsín, la cuestión no pasó entonces a mayores, se creó un antecedente decididamente perjudicial para el respeto de la división de poderes y la limitación de la “voluntad de cambio”, voluntad que, con similar alcance retroactivo, el oficialismo extendería muy pronto a otros terrenos, donde los “derechos adquiridos” afectados fueron mucho más difíciles de ignorar y socialmente mucho más amplios que los de los represores del Proceso.

Dos proyectos de ley impulsados por el oficialismo y aprobados en 2008 vienen a cuenta a este respecto: el primero fue el de reestatización del sistema previsional, que implicó no sólo obligar a los asalariados a depositar nuevamente sus aportes jubilatorios en la ANSeS, sino que retroactivamente expropió los fondos acumulados hasta entonces en las cuentas individuales, violando derechos de propiedad de varios millones de aportantes al sistema hasta entonces vigente. El segundo, la nueva ley de servicios audiovisuales, que violando los derechos adquiridos por las empresas de medios a través de las licencias hasta entonces concedidas por el estado, dispuso un plazo de un año para que ellas se acomodaran a la nueva norma y “desinvirtieran”, es decir, vendieran o cedieran las emisoras de radio o televisión que hubieran adquirido o creado bajo el régimen anterior. Desde el oficialismo se ha presentado este alcance retroactivo de sus reformas como una manifestación de la amplitud de miras de su voluntad de cambio y como un camino para fortalecer las nuevas reglas, aunque a la luz de sus efectos bien puede considerarse que lo que resulta fortalecido es sólo el imperio de su voluntad, en detrimento del gobierno de la ley.

Tal vez el presidente y los demás objetores uruguayos del proyecto de derogación han estado en alguna medida atentos a esta deriva argentina, así como en medio de las rebeliones carapintadas varios de ellos se habrán consolado de no ser más revisionistas en la transición. La discusión, en cualquier caso, muestra hasta qué punto ha llegado a diferir la agenda reformista oriental de lo que pueda considerarse su equivalente argentina, aunque hablar de “reformismo” en nuestro caso se vuelve cada vez más abusivo.

Fuente: Marcos Novaro. www.tn.com.ar