La enfermedad o la muerte no son alegrías ni regalos

Afronto este tema con el debido respeto, sin intención de ofender a nadie, pero viendo que gente de profunda fe afronta la enfermedad o la muerte de esta manera.

La cuestión no es fácil de abordar, y sobre el dolor y la aceptación del mismo se ha debatido tanto que quizás el “toma tu cruz y sígueme” pueda desvirtuarse. Sólo unos pequeños apuntes:

1) Jesucristo lloró en tres ocasiones al menos. Lloró, y no se alegró por las desgracias que se presentaban. Por la muerte de Lázaro (Juan 11: 33-35), cuando avisó de que Jerusalén sería destruida (Lucas 19:41), y ante la venida de su muerte (Hebreos 5:7). Asimismo en Getsemaní, San Marcos narra que Jesús se entristeció y se angustió (Marcos 14: 33-34).

2) Las bienaventuranzas dan consuelo al que sufre ante la recompensa que tendrán. Parten de la premisa de que el dolor es normal, y de que el consuelo vendrá, pero no toman el dolor como alegría.

3) Jesús curó enfermos y resucitó a muertos, y no al revés. El regalo no era la enfermedad y la muerte, sino al contrario.

4) Cristo asumió el sufrimiento humano para redimirnos de nuestros pecados. Fue este sufrimiento real, que no alegría ni regalo, el que nos redimió.

Cierto es que también hay pasajes en los que parece que se habla de la alegría del sufrimiento: “Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria” (I Pedro 4, 13) pero está claro que al hablar de sufrimientos hay un reconocimiento implícito de que éstos son tales, y que la alegría viene por la espera de la vida eterna y por la conversión.

La alegría ante el sufrimiento del santo es más bien una aceptación madura del dolor con la esperanza puesta en Cristo, pero no una negación del sufrimiento que realmente padecemos en la tierra. Por el sufrimiento nos purificamos, y la aceptación y el abrazo a nuestra cruz nos santifica.

¿Sufrimos? Sí ¿Padecemos por las enfermedades? Sí ¿Nos aflige la muerte? Sí. Pero tenemos los ojos puestos en Cristo.

Dios te salve,
Reina y Madre de misericordia,
vida, dulzura y esperanza nuestra,
Dios te salve.
A ti llamamos los desterrados hijos de Eva;
a ti suspiramos, gimiendo y llorando,
en este valle de lágrimas.
Ea, pues, Señora, abogada nuestra,
vuelve a nosotros,
esos tus ojos misericordiosos.
Y, después de este destierro,
muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre.
¡Oh clementísima, OH piadosa,
OH dulce Virgen María!
Ruega por nosotros,
Santa Madre de Dios,
para que seamos dignos
de alcanzar las promesas
de nuestro Señor Jesucristo. Amén

 

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