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•Las primarias obligatorias terminan siendo una feria a la que cada cual concurre buscando algo distinto. Para el radicalismo porteño es un arbitraje entre candidaturas -quizá la función originaria de unas internas preelectorales-. Para el peronismo de Buenos Aires, que no tiene contrincantes, es una medición de fuerzas entre tres tribus: la que gobierna y las disidencias de Sergio Massa y Francisco de Narváez -para saber quién convoca más votantes- es la segunda función de las primarias, hacer una megaencuesta que señale quién tiene más preferencias. Esto es algo clave para un electorado como el argentino que tiende a jugar a ganador porque sabe que los gobernantes ejercen sin mandato explícito y con una agenda posibilista y regulada por las encuestas. A una semana de esa gran algarada se han manifestado, al menos en los grandes distritos, cuáles son las batallas principales. Hasta el lanzamiento de Sergio Massa, el resultado en encuestas privilegiaba a Francisco de Narváez, a quien el intendente de Tigre le agarró la mano cuando le iba a llevar la cartera, es decir, los votos del peronismo blanco del conurbano norte. Después de lo que pasó en 2009, era esperable que ningún peronista iba a dejar que un De Narváez se subiese a la ola anti-K de ese segmento social. No interceptarlo hubiera sido una ingenuidad. La Presidente se beneficia en la medida de lo que aporta: afirma voto kirchnerista en una zona como el conurbano norte en donde el público no termina de diferenciarla de Massa. Los baqueanos del oficialismo que recorren los barrios en esos partidos como Tigre, Escobar, Pilar o San Fernando en estos días vuelven con ese testimonio: en la mayoría de los bolsones de voto peronista hay adhesiones a Cristina y a Massa al mismo tiempo. De ahí la tarea de buscar, en la semana que queda de campaña, divorciar esas dos percepciones en beneficio, claro, de Insaurralde. Eso lo convirtió en pocas horas en la estrella que redescubrieron los kirchneristas que hasta anteayer lo desairaban y lo descalificaban por cuestiones de forma y de fondo. Desde el cierre de las candidaturas a estas primarias se ha convertido en un pacman que va sumando dirigentes, intendentes y aplaudidores que le reconocen la centralidad en el escenario. Ese frente se evaporó con este nuevo Scioli en el centro del kirchnerismo y a cuya oposición política le había ganado por abandono. A De Narváez se había paralizado como opositor por su proyecto de birlarle votos al padrón del gobernador -algo que intenta ahora Massa- y con gestos como llevar de candidato a un hombre del mismo apellido que su adversario. Ahora Carrió sale a decir que los opositores de la Legislatura «le han estado votando todo a Scioli». Se non è vero, è ben trovato. Y nadie lo desmentirá. Que eso ocurra le plantea al peronismo en Buenos Aires una división tan fuerte como la que hubo en los 90 entre menemismo y duhaldismo, y nadie que quiera ser candidato exitoso a presidente en 2015 puede tolerar eso, porque un peronismo dividido puede ser desplazado del poder nacional ante la oposición no peronista. Ya ocurrió en 1999 y el peronismo tiene que mostrar que aprendió esa lección. Tampoco la tiene con De Narváez, que también cartonea en esos segmentos del vecindario peronista en donde domina el gobernador. La dificultad, como todo en política, es el interés de los que están enfrente que, por ahora, no le ven ningún interés en resignar lo que están construyendo con Massa. Capturar al peronismo para una unificación de su candidatura presidencial es la condición para que siga sosteniendo su rol de candidato tácito de todo el peronismo, algo que en el interior ya se le reconoce. Se vio en el acto del miércoles en El Mangrullo, cuando lo rodearon 12 gobernadores que hasta hace pocos meses no lo incluían en las cumbres de GESTAR, la única agrupación del peronismo con vida real. Desde el escenario de esa parrilla que ha visto pasar a todos los peronismos, Scioli pudo gozar la frase: «No te equivocaste conmigo, Néstor; acá estoy defendiendo a Cristina y al modelo». La frase tenía como destinatarios a esos gobernadores que no lo dejaban salir de El Mangrullo, que eran -no lo blanqueará el prudentísimo Scioli- quienes se habían equivocado. Algunos querían sacarse fotos para usarlas en campañas electorales con su imagen. Otros lograron más, subir a la cabina de su helicóptero, hoy la vip con el peaje más alto de la política argentina. Se iba a la Bolsa de Comercio, al acto de la Presidente, y sólo dos mandatarios lograron espacio en ese pequeño helicóptero: Jorge Capitanich y Martín Buzzi. Le preguntaron a un baqueano en peronismo qué había sido lo más importante de ese acto: «La sonrisa de Daniel», sancionó. Ha destilado en esa campaña una teoría del poder que alza como bandera: hay que votarla para que permanezca en el Congreso, porque eso le da poder para ser intermediaria entre el oficialismo y la gente. «Si no tengo votos, no tengo poder y no puedo ser la barrera entre quienes gobiernan y el público, que tiene que saber que entre el kirchnerismo y ellos estoy yo», «o Pino», concede sobre su socio en esa alianza extravagante que cerró con Fernando Solanas. Su ejercicio del poder se verifica en la opinión pública, los medios y también en el Congreso, donde suele ser la vara de muchos proyectos, hasta del oficialismo, para hacerlos avanzar o retroceder. Nadie lo admite, y menos en tiempos de campaña, pero Carrió integra el grupo de legisladores con más experiencia y a los que acude hasta el kirchnerismo cuando quiere tener una tabla de mareas. Integran ese grupo inorgánico y casi clandestino Federico Pinedo, Jorge Yoma, Ricardo Gil Lavedra -en Casa de Gobierno los llaman «los normales de la oposición»- y han permitido que salgan proyectos como los referidos al lavado de dinero que el Gobierno necesitaba para evitar reproches del GAFI. Esa situación que describe la crisis argentina de los últimos 15 años devuelve la acción política a sus technicals tradicionales: caudillismo, gobiernos débiles sin mandatarios construido de abajo hacia arriba, sociedad civil potente y autónoma ante la dirigencia que vive rebelada contra el sistema político. Carrió aprovecha esa situación para sobrenadar la crisis que arrolla a otros y acumula poder usando la política en un país en donde el poder pasa por la política. No ocurre esto en todos lados; en otros países en donde la emergencia no empuja la agenda o con instituciones más sólidas, el ranking del poder no es encabezado por los políticos, sino por empresarios o figuras del espectáculo. Los Obama y los Clinton van detrás de los Tom Cruise, Bill Gates o Julia Roberts. Emprenden con Carrió una campaña con tiza y carbón, sin empresarios que los respalden y sin el favor del monopolio, cuyos proyectos Lilita y Pino han contradicho con el voto más de una vez. Además, el monopolio ya ha jugado su carta, y no es ésta. |